Perú es un país donde no se aprende ni desaprende. Somos un país que no aprende, es la conclusión de muchas evaluaciones y estudios. Hay pobreza o muy limitados avances en lograr mejores aprendizajes. Pero creo que no se trata solo aprender como aproximarnos a algo nuevo y saber navegarlo con éxito, sino la capacidad de desaprender (a despojarnos de un saber previo porque es nocivo) algo que carecemos, algo en lo que adolecemos.
El estallido social que hemos experimentado dio lugar a narrativas sobre el papel del estado, el desempeño de los gobernantes y los alcances y límites de la legítima protesta y el legítimo uso de la fuerza. Una reciente encuesta de IPSOS identificó un porcentaje considerable de la población que veía en lo ocurrido un golpe del Congreso contra Castillo, antes que una acción golpista por parte de Pedro Castillo (PC). Frente a posiciones y narrativas antagónicas, beligerantes y sumidas en un pleito sin fin, quiero proponer una lectura que devuelve al centro de la discusión a los protagonistas, titulares o base en el ejercicio del poder: la ciudadanía.
Ejercitar ciudadanía es clave. Estamos sumidos en múltiples crisis (Sosa 2020). Crisis de la representación, de la gestión y de la educación. Aprender malas prácticas y no aprender a desaprenderlas ha tenido un costo muy alto. Hace falta desaprender lo malo. Desaprender que la mentira y la desinformación son herramientas válidas y aceptadas en política. Que se puede hacer un golpe y luego salir con la narrativa de que estabas drogado y otros inventos para justificar lo injustificable. Que se puede perder e inventar un fraude para justificar los ataques, el ánimo beligerante y destructivo, desde el primer día. Que se puede censurar ministros solo con el afán de debilitar al gobierno, perjudicando así la educación y otros objetivos sociales, y que eso es “control político responsable o saludable” (como el fujimorismo en el gobierno de PPK). Que se puede destruir la reforma universitaria y retroceder en calidad, arguyendo que se hace para “devolver a la SUNEDU autonomía”, cuando en realidad es todo lo contrario, es entregársela a intereses rentistas que no buscan maximizar calidad educativa sino el beneficio privado y los ingresos de los dueños y los congresistas. Se miente, se inventa, se justifica, y se hace porque hay quienes creen y reproducen la mentira y el engaño.
Desaprender que vivimos en un país donde cosas pasan, pero no pasa nada. Hay acoso, violencia sexual y delincuencia en calles y hogares, y con los perpetradores muchas veces no se hace justicia, salen impunes. Regiones e instituciones terminan el año lejos de ejecutar el presupuesto asignado. Pasan los años y pasa que se revierte al tesoro ese dinero, no pasa nada con los responsables de no llegar a las metas de ejecución. Desaprender que está bien demandar más recursos, sin llegar a ejecutarlos.
Congresistas blindan a sus colegas y logran que no se les sancione, que no pase nada. Un presidente con graves denuncias de corrupción en su entorno intenta un golpe de Estado, y parte de la ciudadanía sale a protestar con el discurso de que lo eligieron a él y no a la vicepresidenta (que integra una única plancha por la cual se votó). A Dina Boluarte se le acusó de “traidora” y quiso sacar casi desde el día 1. Tenemos hasta hoy presidentes con muertos en medio de manifestaciones (no solo hoy, sino en gobiernos previos), o producto de gestiones irresponsables, y no pasa nada. En otros términos, nos gobierna la irresponsabilidad e impunidad, el no asumir responsablemente las consecuencias.
Desaprender que el chofer que se pasa la luz roja o cuadra bloqueando dos carriles o toda la vía perjudicando a los demás está bien porque anda apurado o quiere recoger pasajeros, solo se le toca el claxon, o quizás incluso nada. Desaprender que como sindicalista está bien exigir más beneficios, pero sin ofrecer o procurar mejores resultados que son esenciales para mejores servicios, y por lo cual evaluar y monitorear es clave. Desaprender que la mejor vía para un mejor país es quemando edificios, incendiando todo lo que se pueda o tomando aeropuertos y recurriendo a la violencia. Desaprender que la mejor forma de gestionar conflictos es culpar a quienes protestan, criminalizándolos y menospreciando sus demandas, sin mostrar una clara disposición al diálogo.
Desaprender que, si bien apoyar a los tuyos y confiar y compartir en familia es algo bueno aquí y en muchas partes, esto encuentra límites cuando accedes a un puesto de representación o gobierno. Que en la función pública hay delitos como nepotismo, tráfico de influencia, entre otros, y que no puedes hacer lo que te venga en gana sin ninguna consecuencia. Desaprender que no quien más nos ofrezca, más promete, va a lograr más cosas o tener mejores resultados. Aprender a preguntarnos cómo se va a financiar y qué se necesita para lograr esas propuestas que llegan a nuestros oídos.
Vivimos en un país sin consecuencias que movilicen a mejores acciones para mejores condiciones. Es cierto, hay quienes terminan en cárcel y eso genera temor (nadie quiere ir ahí), pero aún hay quienes se escapan de la justicia con manipulación o corrupción.
Damos compartir o reenviar a videos, imágenes u otros con sesgos de confirmación, muy rápido, imprudentemente. Buscamos aquellas piezas de información que validen nuestras posturas, sin preguntarnos mínimamente de dónde vienen, qué porcentaje de veracidad tienen (abunda la noticia falsa), o si, incluso siendo ciertas, es el momento oportuno y el lenguaje apropiado para transmitir determinado mensaje. Urge desaprender el reenviar sin pensar, atacar sin escuchar, y asumir sin una lectura crítica de los argumentos expuestos.
Hay más desinformación, pero también más información disponible con data cada vez más abierta. Toca saber discriminar, y aprender a usar, no sin antes reflexionar. Aprender a desaprender se vuelve clave para formar una masa crítica de ciudadanxs, con conciencia crítica, que pueda dar respuesta en este momento crítico para el país.
Así, nos encontramos entre dos narrativas: (1) hay una gesta masiva por imponer una dictadura comunista y terroristas o azuzadores que buscan desestabilizarlo todo con el único fin de ver el Perú arder o imponer ideas extremistas, y (2) unos poderes fácticos, élites, cúpulas, medios, políticos o poderosos que se valen de las fuerzas del orden y de tentáculos u operadores en el Congreso, Poder Judicial, Ministerio Público y otros para reprimir a toda aquella población que busca legítimamente ejercer poder o alzar la voz mediante la protesta, lo controlan todo y no dejaron gobernar al expresidente, al punto de hacerlo caer. Ambos extremos son peligrosos pues alientan posiciones antidemocráticas.
Nuestra joven democracia necesita la adherencia como comunidad nacional a la creencia de que hay reglas justas y competitivas para que ciudadanos puedan acceder a puestos de representación y gobierno. Sobre el punto de reconocer, respetar y defender un sistema de reglas que consideramos justas, falló un sector de la ciudadanía que no quiso aceptar la derrota electoral y recurrió al invento de fraude. Democracia es competencia y en competencia se puede perder. Desconocer el resultado, sumado a discursos de desprecio y menosprecio, transmite la idea de que los votos de un porcentaje valioso de la población que votó por la opción ganadora no valen nada, no importan, son inferiores.
Un argumento que escuché para defender (lo que nos parece indefendible a algunos) a PC es que no lo dejaron gobernar. ¿Qué hay detrás de esa aseveración? Son al menos dos cosas. El Congreso no lo deja. Los medios y grupos tradicionalmente poderosos no lo dejan. Allí hay una concepción del poder y su ejercicio. ¿Sugeriría esto que se cree que quien ocupa la presidencia tiene la potestad de ejercerlo sin ningún control? ¿Sugeriría que el ganar las elecciones permite el acceso a un poder casi sin restricciones? O sugeriría, contradictoriamente, lo contrario. ¿Sugeriría que “quienes pierden” tiene poder suficiente para bloquear o impedir todo aquello con lo que discrepan, y que por lo tanto no importa quien gane la presidencia pues “no tiene poder para hacer nada distinto”, pues hay “quienes tienen poder para bloquearle todo”?
Tengo más preguntas que respuestas, pero para quien vive en una situación adversa, desfavorecida, como excluido, discriminado, relegado, puede sobrestimar el poder de los ocupantes del sillón de presidencial (y, más recientemente, producto de tener en palacio a alguien que despierta identificación con peruanxs fuera de la capital, con alta expectativa). Democracia es sí poder elegir, y mediante la expresión de la voluntad popular, influir sobre el gobierno en busca de los cambios deseados, con nuestros votos y mecanismos de participación. Pero es, al mismo tiempo, frenos y contrapesos, es balance de poderes, es control, es rendición de cuentas, es escrutinio, es demandar transparencia, es tener y manifestar posiciones críticas frente a decisiones gubernamentales que se consideran cuestionables y buscar medios legítimos para oponerse a ellas.
Asumir acríticamente que todo lo que proviene de la presidencia o de un caudillo es verdad y es beneficioso, no es democracia, no es ejercer ciudadanía. El congreso, como el presidente, deben responder a la población y son sujetos de escrutinio público y de vigilancia ciudadana. Sea este de derecha o izquierda, de Lima, Apurímac o Cajamarca, banquero, militar, rector, sindicalista o profesor. En aras de la igualdad y en democracia, el poder debe balancearse y controlarse. El problema es, quizás, que se cree, con cierta razón (aunque debe ser mirado críticamente también), que otros medios o recursos para ejercer poder, como la prensa, el dinero, los contactos, están concentrados en unos pocos, y que los intereses de “ellos” se imponen. Que muchísimos diarios y canales utilicen la narrativa de “vándalos” y “terrorismo” para referirse a las protestas, refuerza esta idea de una prensa concentrada en manos de un poder que desprecia “al Perú que alza su voz”. Rechazo la violencia (que han denunciado reporteros o se ha visto contra la prensa), pero se comprende el rechazo a la desinformación, y a la ausencia de todo balance en la presentación de la información.
Hay información que se difunde tendenciosamente, y los incentivos y motivaciones van hacia fines poco loables, donde educar o promover la búsqueda de la verdad no es prioridad. Lo hacen quienes reemplazan la difusión de información con evidencia y la búsqueda del bien común por una agenda donde más importa conservar o ampliar el poder. En este contexto se difunde la ficción de que hubo un “golpe parlamentario”, incluyendo la denuncia de que estuvo drogado Castillo al dar ese mensaje. Y que la vacancia fue injusta o ilegítima. El golpista (PC), que mediante el golpe hubiese concentrado mayor poder, aparece como víctima, como “uno más sin poder”, cuando es responsable de una acción ilegal que resultó en su vacancia.
Descomponer o desagregar contribuye a abordar la verdad. Hay sí sectores (con representación en el Congreso) que querían “tumbarse” (quitar de la presidencia) a PC desde el inicio, y celebraron su vacancia. También es cierto que políticos o grupos dominantes rara vez renuncian fácilmente a su influencia o poder. No obstante, es al mismo tiempo cierto que quien gana la presidencia tiene poder, un poder que no es ilimitado, pero sí es real. Castillo tuvo poder.
Cambiamos de presidente el 2021 y Castillo cambió numerosas veces ministros, asesores y altos funcionarios. Tuvo ese poder. Tuvo opciones. Pudo escoger. Eligió mal. Hizo cambios, pero esos cambios, la posibilidad de poner personas idóneas, competentes y preparadas en puestos claves, fueron pésimos cambios en múltiples casos. Tuvo la oportunidad la oportunidad de dirigir la administración pública hacia una más competente, más profesional, más capaz de lograr resultados. No lo hizo. Tuvo la oportunidad de plantear un presupuesto agresivamente más inclusivo, donde el cambio se exprese en asignación y gestión de recursos y no solo palabras, de demandar transparencia y exigir una gestión íntegra y eficaz, dando también el ejemplo. No lo hizo.
Tras años de “democracia sin alternativa” como diría Vergara, de “cambios presidenciales sin cambios reales”, se ha acrecentado la desconfianza. Aunque hay miradas pesimistas basadas en evidencia, pues hemos empeorado o estamos estancados en algunas variables, también es cierto que hemos mejorado en varios indicadores. Hubo avances en reducción de la pobreza, la anemia, u otros. Es cierto que hay avances. Pero, al mismo, hay un sentimiento, una ciudadanía que imagina, siente y percibe “un Perú que no avanza”, o que “avanza solo para los círculos de poder y corrupción”. Es justamente ese relato y esa narrativa, y, por supuesto, esa realidad que hay que cambiar. Cambios en las condiciones de vida, en la calidad de los servicios públicos, en libertades, deben ir aparejados de un relato compartido, de un imaginario colectivo, de que “avanzamos como comunidad nacional, donde todxs sintamos que integramos ese país que crece, incluidos como iguales en ciudadanía”.
Es cierto que resolver problemas o retos muy complejos y larga data, muy arraigados, no se concluye en una gestión de 5 años, menos en año y medio que fue lo que duró PC, pero tampoco inició ni continuó la implementación de salidas. No caminó ni avanzó en la dirección correcta. Gastó sus esfuerzos, su energía y capital en la “victimización”, en un enfrentamiento con “los otros” que, según él, obstaculizaban su gobierno. Pero es clarísimo que tuvo el poder de pasar la posta al siguiente gobierno dejando concretadas reformas o iniciativas beneficiosas para el Perú, o defendido férreamente reformas como la universitaria, y solo dejó excusas y hasta disparates. Es cierto que no es fácil, es difícil enfrentar oposición organizada, es difícil emprender cambios, pero gobernar es también ser creativo, ingenioso y perseverante en buscar formas de sacar adelantes iniciativas positivas para el país. Si no podía lograr algunas propuestas maximalistas o incluso inviables, podía, al menos, comprar urea oportunamente, abordar la crisis alimentaria a tiempo, así como fortalecer la educación y acelerar la recuperación de aprendizajes en lugar de reducirlo todo a demandas de sindicatos.
Cambiamos de presidente, pero permaneció una actitud, una estructura y una historia de desprecio, exclusión, opresión y discriminación. Pese a ello, creo que si en las protestas (dejando de lado a los vándalos, azuzadores o violentistas) se exige que se reconozca el derecho de todos a ejercer poder, a respetar nuestras preferencias manifestadas con votos (al votar somos iguales), pues lo consecuente, lo responsable, sería también reconocer que esas mismas reglas que llevaron a Castillo al poder, lo llevaron a su vacancia (infringió o violó reglas), y a Boluarte, por sucesión, al ser parte de la plancha (vicepresidente), a la presidencia. Se puede cuestionar sus decisiones y acciones, o pedir su renuncia, pero no ha sido una toma del poder por reglas no previstas ni desconocidas.
Si uno juega un deporte como básquet o fútbol sabe que hay reglas específicas. Sabe que, si hay faltas, hay sanciones, hay consecuencias. Si la falta es grave, puede haber una sanción grave como la expulsión u otra. Sabe que hay suplentes y reemplazos. Desconocer las reglas y no respetarlas implicaría dejar de jugar el juego. Si en fútbol comenzamos a recurrir de forma constante a puñetazos o manazos en cualquier parte y momento, estaríamos dejando de jugar al fútbol. Y la consecuencia puede ser perder no solo el partido, sino el sentido mismo del juego y de la competencia.
¿Qué juego jugamos y con qué fin? ¿Alguna vez nos hemos preguntado cómo surgen los estados y para qué? Se exhibe mucho odio o confrontación hacia los edificios públicos, políticos y fuerzas del orden. Pero la historia, las teorías y la literatura revelan que uno de los fines originales y primigenios de los estados modernos es garantizar el orden público. Para desarrollar un proyecto de vida, a nivel individual, familiar o comunitario, se necesita cierta paz, cierto orden, cierta manera de procesar los conflictos o las diferencias que no terminen en guerras, muertes, asesinatos masivos y prevenir escenarios donde quien tenga más poder bélico se imponga sobre el resto con violencia. Dictadores, tiranos o terroristas también persiguen cierto orden, pero imponiendo sus ideas por la fuerza, sin lugar para oponerse. Los estados impondrían orden, pero sobre la base del monopolio legítimo del uso de la violencia. Y allí la palabra importante es “legítimo”.
La paz es necesaria para realizar nuestras aspiraciones, por ello las naciones y la ciudadanía en estados modernos cede/renuncia a la posibilidad de recurrir a medios violentos para lograr sus cometidos. Delega esto a las fuerzas del orden. Y lo hace confiando en que la administrará para el bien común, para preservar valores como la vida, la integridad, la salud, la educación, la propiedad privada, el derecho al trabajo, al libre tránsito, entre otros.
¿Cómo se ha resquebrajado o roto esa confianza, ese contrato? Mi impresión es que ha calado el discurso, el relato, la narrativa de que ya no venimos jugando bajo reglas que se respetan, no hay reglas justas que apliquen por igual y que permitan a la ciudadanía sentirse con la titularidad del poder. Los constantes escándalos de corrupción de autoridades a todo nivel, por años, elección tras elección, han contribuido a ello. Responsables son los políticos y quienes los elegimos. Esta sensación de que no se respetan las reglas, sumada a situaciones críticas como la crisis alimentaria, los efectos de la pandemia, entre otros, son un caldo de cultivo para recurrir a medidas como bloqueos o manifestaciones. En otras palabras, gobiernos que no producen resultados suficientemente inclusivos, sumada a la percepción de reglas que se aplican sin justicia ni igualdad de toda la ciudadanía ante la ley, erosionan la adhesión a las reglas de juego del sistema democrático. Se debilita la creencia en este tipo de régimen político, la democracia atraviesa un momento muy crítico.
Resulta errático proponer una nueva constitución, sin mejor educación, sin una nueva ciudadanía. El soberano, el pueblo, necesita empoderarse para delegar responsablemente el poder, de modo que luego pueda confiar en la representatividad de quienes eligió para forjar un nuevo contrato social más inclusivo. Y ello pasa por auto-conocernos mejor, reconocer qué metas y anhelos compartimos como sociedad, y afinar nuestros métodos o mecanismos para llegar a acuerdos fundamentales para avanzar en esa ruta, y formas de asegurar su cumplimiento.
Se trata de desarrollar “capacidades deliberantes para una comprensión más profunda de los principios y procedimientos mediante los cuales la reforma o el cambio constitucional pueden ocurrir de manera que refuercen los derechos y libertades fundamentales y un equilibrio adecuado entre los poderes públicos, generando un nuevo pacto que estructure la relación entre los poderes del estado sin que esto signifique un retroceso en materia de derechos constitucionales, libertades republicanas, y gobernabilidad” (Cameron y Sosa, 2021: 28 y 29). Sin esto, un nuevo texto constitucional será producto de la imposición de una agenda, antes que el resultado de un consenso en diálogo, sobre la base de valores, principios y evidencia.
Sugiero tener en cuenta “una advertencia para la ciudadanía que responsablemente ve en la constituyente una salida a la crisis: los costes de una asamblea controlada por grupos de poder en la sombra o por políticos cortoplacistas son mucho peores que el mal que buscan resolver” (Sosa 2020). Hay aspectos valiosos y que ameritan defenderse de la actual Constitución, como hay puntos debatibles, según mi entender.
¿Qué hacer? La confianza es difícil de construir o recuperar y fácil de perder, pero debe hacerse. Debe construirse legitimidad y generarse confianza, así sea de a pocos. La empatía es clave. Pero no solo con quienes protestamos, pues hay que escuchar allí sí, sino también con quienes sufrimos las consecuencias de estas acciones: las víctimas físicas de la violencia (sea policial/militar o de manifestantes -o del enfrentamiento-, casos de peruanxs que ven afectada su salud) y quienes padecen pérdidas económicas (altas también, medios de trabajo perjudicados) u otras, producto de estos enfrentamientos.
Se necesita gobernantes y gestores que, articuladamente, sean capaces de ir del escritorio al territorio, y viceversa. En el territorio, observar, escuchar, mirar, sentir y recoger todo aquello que amerita ser incluido en la toma decisiones, además de aproximar o acercar el estado a la población. En el escritorio, procesar fríamente esos datos, mirarlos con cuidado y detenimiento, y utilizarlos creativamente para diseñar soluciones innovadoras, novedosas e inclusivas. En el territorio validar, identificar ajustes que haya que hacer en la implementación cuando se encuentra lo planificado con los escenarios territoriales. Y así hasta ir resolviendo ese desencuentro entre quienes deciden y quienes reciben, entre quienes gobiernan y son gobernados, pues al final es el pueblo el soberano, el que decide, y las técnicas y herramientas de gestión y gobierno están a su servicio.
Se necesita calor en la emoción y frío en la decisión. El ánimo está muy movido y hay que saber leer, escuchar, acercarse con empatía, aproximarse de forma respetuosa, con genuina intención de que hay un interlocutor válido frente a mí, a quien disiente de mi punto de vista. Calor pues hay situaciones o acciones que indignan, enervan y merecen repudio, condena y rápida intervención. Pero también frío en la decisión pues hay que considerar, junto a lo anterior, data, proyectar consecuencias de las rutas de acción, impactos de las decisiones, anticipar posibles consecuencias no deseadas, y no dejarse llevar por sesgos de confirmación. Apostar, más bien, por cuestionarlo todo, críticamente, y en esa búsqueda de la verdad, en esa conciencia crítica, ejercer democracia y ciudadanía activa.