China busca salir del laberinto en el que quedó atrapada desde la invasión rusa de Ucrania hace ahora un año. Lo hace con la vista puesta en el futuro y sirviéndose de su destreza para el contorsionismo diplomático: desde la retórica de la “amistad sin límites” con Moscú previa a las hostilidades, hasta el plan de paz propuesto hace unos días para terminar el conflicto. Con esta última maniobra, oportunamente revestida de neutralidad, Pekín trata de evitar que China quede señalada al final de la guerra. Pero no lo tiene fácil.
Primero, por los antecedentes: su responsabilidad en la pandemia, su comportamiento abusivo en el mercado chino o su deriva autoritaria en Hong Kong y Xinjiang, entre otros. Y, segundo, porque Pekín sigue resistiéndose a condenar la invasión de Ucrania pese a que supone la violación de la integridad territorial de un país soberano, uno de los principios que guían su política exterior. Tampoco le ayuda su alianza de facto con Moscú, incluidas las compras chinas de hidrocarburos rusos, que podrían extenderse también al suministro de armamento letal, según denuncia Estados Unidos.
La alianza entre las dos potencias en el marco de la guerra en Ucrania está fortaleciendo un frente alternativo a las aparentemente deterioradas democracias occidentales. A él se suman prácticamente totalidad de los países autoritarios del planeta y un buen número de democracias del sur global. Aunque apoyada mayoritariamente, la reciente resolución de condena a Rusia en la ONU recibió siete votos en contra de Rusia y sus aliados, y 32 abstenciones, con China como abanderada de la neutralidad (Nicaragua votó en contra; se abstuvieron Cuba, El Salvador y Bolivia; y Venezuela tiene restringido su derecho de voto). Más que cuestionar la actuación de Rusia, ese voto discordante se intuye motivado por agravios actuales y pasados: el colonialismo, el doble rasero y la percibida arrogancia occidentales.
China explota con éxito esta retórica en el sur global. Su relación con América Latina –y África– está basada en el establecimiento de fuertes lazos comerciales y humanos, que el gobierno chino utiliza para diferenciarse y desacreditar a las democracias occidentales por su pasado, su intermitencia en el vínculo o su intervencionismo político. Amparándose en un discurso multipolar, promueve una relación horizontal y simétrica con el mundo en desarrollo procurando despejar las dudas sobre sus intenciones neocolonialistas con la coartada del financiamiento y la cooperación económica que ofrece. Una pragmática cooperación sur-sur con la mira puesta en un nuevo orden internacional más justo y equitativo.
Ciertamente, China ha concedido préstamos en América Latina y África por valor de al menos 368.000 millones de dólares desde el inicio del siglo, además de inversiones por más de 200.000 millones. Aparte de lo anterior, los países de ambas regiones están convencidos de que la relación no se limita sólo a un interés comercial-financiero, sino que está basada en la confianza, el respeto por los asuntos internos y el apoyo en los foros internacionales, donde el énfasis chino por la neutralidad es bien recibido. Al contrario, el debilitamiento de la relación con los países desarrollados –algunos de ellos atravesando déficits democráticos– es la otra cara de la moneda del fortalecimiento de los vínculos de China con ambas regiones.
Las iniciativas de EEUU y la Unión Europea para contrarrestar la influencia global de China no pueden competir con su millonaria propuesta económica, la cual está además vinculada a su potencial como desarrollador de infraestructuras y a la explotación de los recursos naturales en los países receptores. A ello añade su disfrazada neutralidad: una estrategia diplomática que le permite encubrir su influencia en todos los ámbitos, desde el empresarial y el político a la educación, el mediático, el cultural o el académico. Una influencia multidimensional que aspira a que su modelo no sea visto como una amenaza.
De hecho, un rasgo característico de la expansión china es que es ideológicamente indiferente. Es, por tanto, un socio tolerante hacia los gobiernos que no responden a los condicionamientos exigidos por los países occidentales en cuanto a valores democráticos, transparencia y otras garantías políticas. Esta amplitud china no es en absoluto desinteresada, pues la solidaridad tiene un precio y se espera de vuelta. Y tampoco es necesariamente generosa, toda vez que existe la percepción de que es China quién más se beneficia de la relación y que, con frecuencia, el apoyo político que brinda no implica un fortalecimiento institucional sino que sirve para que los gobiernos aliados perduren en el poder.
La paradoja detrás de la retórica oficial china, a la que se suman muchos gobiernos del mundo en desarrollo, es que la percepción de la opinión pública no coincide con la de las élites políticas y económicas de los países receptores. El último Latinobarómetro arroja que la aprobación de China y Rusia entre los latinoamericanos está en horas bajas: un 19% en el caso de China, un 17% en el de Rusia. Al contrario, Estados Unidos recibe un 47% de aprobación entre los ciudadanos latinoamericanos. En África, la tendencia es análoga al comparar la aceptación del modelo chino con el democrático: “Más países prefieren a Estados Unidos que a China como su modelo futuro preferido (23 a 5)”, apunta el Afrobarómetro.
Encontrar un balance entre imponer la democracia a toda costa y abandonar a naciones en desarrollo amerita un acercamiento que no responda a crisis periódicas. En este sentido, China lo ha tenido mucho más claro que sus rivales, sin embargo, esto no es excusa para no intentar una política que sea representativa de lo que los países latinoamericanos, y de todo el mundo en desarrollo, necesitan de sus posibles aliados.
* María Isabel Puerta es politóloga, investigadora de GAPAC y colaboradora de Análisis Sínico en www.cadal.org
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