Jimmy Carter tomó la decisión de despedirse del mundo en su hogar rodeado de los afectos familiares. Habiéndose formado en las entrañas de la ciencia y manejado con éxito las complejidades de la física nuclear, el 39° presidente de los Estados Unidos sabe que su jornada vital está llegando a su fin. Se apresta a abandonar el teatro de la vida con la misma sencillez con la que ingresó hace 98 años. Sale de un hogar muy similar al que le recibió. Una familia sureña con generaciones de apego a la tierra, a la religión Baptista y la santidad del matrimonio. Un hogar en el que se respira paz y armonía y donde los textos bíblicos son parte de la tertulia diaria. En fin, un lugar en el que se acunaron los más excelsos ideales de paz y de concordia entre los seres humanos. Y las propiedades de esa institución fueron la fuente de inspiración de su servicio público.
Esa institución como todas las que prevalecieron en el siglo XX se está desvaneciendo ante las líquidas realidades del siglo XXI en las que reina la post verdad. En la que los psicólogos cognitivos nos indican que los seres humanos son infaliblemente irracionales. En donde se tacha a quienes nos adherimos a los principios de la racionalidad imparcial y la verdad objetiva como anacrónicos seguidores de la Ilustración.
Y al caer las paredes de esos hogares el mundo perderá para siempre líderes desinteresados y dedicados por completo a la prosecución de altos valores y a la siembra entre sus seguidores de los objetivos de la concordia entre comunidades y paz entre las naciones. O para ponerlo en las palabras de Jimmy Carter, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz dijo que los verdaderos líderes deben saber que “el vínculo común de nuestra humanidad es más fuerte que la división de nuestros miedos y prejuicios. Dios nos da la capacidad de elegir. Podemos elegir aliviar el sufrimiento. Podemos elegir trabajar juntos por la paz”.
Pero con una mirada a los liderazgos emergentes que día a día suman seguidores se constata que quienes llevan la delantera son aquellos que dividen a las comunidades, que tergiversan la verdad y que cambian la historia para borrar cualquier avance del cual no se puedan apropiar.
Dentro de su narcisismo enfermizo no hay cabida para el debate, la conciliación o el desacuerdo armónico. Todos practican juegos de suma cero. Y por supuesto ninguno de ellos está dispuesto a comprender que la comunidad y el Estado están por encima del individuo y que el rival político o profesional no es un enemigo.
Estos liderazgos hoy reinan en el mundo y los vemos desfilar diariamente ante nuestras pantallas de televisión. Unos destruyendo sistemas democráticos, como el del Perú, y otros infringiendo ofensas a sus propios partidarios, como fue el caso de la elección del líder de la cámara de representantes de Estados Unidos, cuando una facción de su propio partido restó fuerza, propósito e identidad al representante Kevin McCarthy.
Estos líderes jamás hubieran podido construir un sistema democrático o un andamiaje internacional para la preservación de la paz como lo hizo Jimmy Carter cuando, siguiendo las directrices de política exterior establecidas por Richard Nixon, suscribió los acuerdos SALT II con la URSS y estableció relaciones diplomáticas con la República Popular de China. Tampoco hubiesen suscrito los Tratados del Canal de Panamá o los Acuerdos de Camp David. No serán jamás capaces de fortalecer las organizaciones no gubernamentales que siembran progreso y desarrollo en Asia, África y Latinoamérica.
Tampoco son capaces de educar a sus seguidores como Jimmy Carter lo hizo con los miembros del partido demócrata que se oponían a la desregulación de los sectores energía, financiero y de las telecomunicaciones. Porque en el fondo no saben liderar, solo saben nutrir sus egos.
Esos liderazgos plantean especiales peligros en esta era de profundos cambios económicos y sociales porque son liderazgos que apelan a cualquier arbitrio para mantenerse en el poder y ya sabemos las consecuencias de esta conducta. En el caso de los Estados Unidos y de Europa, la distorsión o mutilación de la verdad por parte de las personas en el poder ha traído terribles consecuencias, como la guerra hispanoamericana, la Primera Guerra Mundial, la Guerra de Vietnam y la Guerra de Irak. En el caso de América Latina, esos liderazgos destruyen las débiles instituciones democráticas que se construyeron en los años ochenta y en cuyo inicio participó con dedicación y sentido de entrega Jimmy Carter.
En su novela “The Hornets Nest” Jimmy Carter describe los eventos y los desvíos del liderazgo que llevaron a la Guerra de Secesión en los Estados Unidos. Una guerra evitable que destruyó por décadas el vigoroso potencial económico del país y plantó las semillas de la exclusión social. Viniendo de una familia agricultora del sur, Carter comprendió los destructivos efectos de los liderazgos egoístas y dedicó su vida a combatirlos. Parte cuando esos liderazgos nos están llevando al portal de otra guerra mundial y múltiples guerras civiles. Y sin él no tendremos en quien poner nuestros destinos para una vez concretado el Armagedón la construcción de la paz.
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