Uno de los grandes desafíos que es indispensable superar para que nuestro país alcance el desarrollo sostenible es la modernización de la gestión estatal y, dentro de ella, la reforma del modelo de regionalización que ha fracasado en su propósito de “fomentar el desarrollo regional integral sostenible, promoviendo la inversión pública y privada y el empleo y garantizar el ejercicio pleno de los derechos y la igualdad de oportunidades de sus habitantes”, como señala la Ley Orgánica que lo creó.
El proceso de regionalización se ha visto perturbado por los mismos problemas que afectan al sistema político nacional, como la debilidad y escasa representatividad de las organizaciones partidarias; la ausencia de un enfoque territorial en el diseño de políticas, planes y programas nacionales de desarrollo; la obsolescencia y tolerancia a la corrupción en las normas técnicas y administrativas que rigen la gestión estatal, entre ellas las de contrataciones; y la precariedad y falta de preparación en el empleo público, entre otros.
Pero, además, la regionalización en el Perú ha tenido fallas de origen que han hecho más profundas sus deficiencias, siendo la más relevante la creación de regiones sobre la base de los departamentos ya existentes, cuando uno de los objetivos de este proceso debió ser, más bien, agruparlos para crear circunscripciones más extensas, más pobladas, que ofrezcan una mayor variedad geográfica y territorial. Esto permitiría el desarrollo de una economía más diversificada y competitiva.
Lamentablemente, en lugar de corregir de raíz estos errores de diseño; las estrategias que han intentado implementar los sucesivos gobiernos nacionales, desde hace veinte años, han insistido en mejorarlo, lo que ha terminado por hacerlo inviable.
Una de esas estrategias es la de buscar fortalecer la gestión de las regiones, a las que se les ha ido transfiriendo más responsabilidades y mayores recursos, pero sin exigir que estos se ejecuten en base a una planificación de largo plazo. Para que la planificación regional cumpla sus objetivos es necesario descentralizar el Centro Nacional de Planeamiento Estratégico (Ceplan), creando cinco o seis entidades de planificación macrorregional, que además se hagan cargo de la gestión de megaproyectos productivos y de infraestructura, así como de la priorización y evaluación de inversiones públicas.
Cada entidad sería gestionada por representantes de los gobiernos regionales que integran cada macrorregión y uno del gobierno central con rango de ministro (o de viceministro de la PCM). Los gobiernos regionales mantendrán su autonomía en la ejecución de sus competencias, pero en base a objetivos, prioridades y planes aprobados por las entidades macrorregionales.
Una segunda estrategia fallida ha sido la de capacitar a los cuadros técnicos que trabajan en estos gobiernos subnacionales sin considerar que existe una altísima rotación de funcionarios públicos, bajos niveles remunerativos, precariedad laboral y notorias limitaciones de equipamiento tecnológico y logístico para que desempeñen sus tareas.
Por el contrario, se debe más bien requerir la acreditación obligatoria de las capacidades organizacionales y técnicas de los gobiernos regionales, la certificación de competencias de su equipo profesional y la introducción de la meritocracia como criterio fundamental para la designación de funcionarios clave. Para ello, debe autorizarse el empleo de recursos del canon y, cuando esto no sea posible, ser financiado por el gobierno nacional, a través de SERVIR.
Una tercera herramienta que se ha empleado recurrentemente es la de destrabar los proyectos de inversión que desarrollan los gobiernos subnacionales, sin alcanzar resultados significativos. Por el contrario, conforme estos niveles gubernamentales han recibido mayores recursos, las inversiones trabadas han ido aumentando. Es indispensable modificar la normativa de contratación pública —especialmente de obras—, priorizando la calidad y sostenibilidad de las propuestas y la transparencia en la adjudicación. Además, se necesita regular la modalidad de administración directa de obras, limitándola a casos urgentes, infraestructuras no complejas y de costo acotado.
Finalmente, un cuarto instrumento es simplificar procedimientos de gestión a cargo de los gobiernos regionales, en particular cuando se trata de intervenciones de emergencia, lo que generalmente provoca debilidades de control y mayores trabas. En realidad, se deben racionalizar los procedimientos generales, erradicando la práctica de reducirlos a discreción (bajo la excusa de la emergencia), evaluando las capacidades de los organismos públicos para realizarlos en plazo y costo razonables y procurando su digitalización (lo que ayudará, además, a que las autoridades y funcionarios puedan rendir cuentas oportunamente a entidades de control y a la ciudadanía).
Resulta perentorio cambiar tales estrategias para revertir progresivamente el fracaso del proceso de regionalización —y el de municipalización—, que ha sido la principal razón del ensanchamiento de las brechas sociales, económicas y territoriales que padece una parte importante de nuestra población, en particular la que habita en la sierra sur y parte de la Amazonía. Las protestas y acciones violentas surgidas luego del intento de golpe perpetrado por el señor Pedro Castillo muestran la relevancia de emprender estas reformas con sentido de urgencia.