La convulsión social no cesa y sigue escalando en el Perú. Si bien esta crisis empezó con la vacancia de Pedro Castillo tras su fallido golpe de Estado, un escenario de violencia ya había sido adelantado por el propio expresidente y sus más cercanos allegados. Al sentirse acorralado por la Fiscalía de la Nación ante graves denuncias de corrupción, el oficialismo de entonces inició una estrategia política deliberada azuzando a grupos e intereses informales e ilegales beneficiarios de su cercanía al poder. Estos incluían a cocaleros, mineros ilegales, sindicatos de maestros, rondas campesinas, frentes sociales y grupos subversivos vinculados a Sendero Luminoso. Estos grupos son hoy los protagonistas detrás de violencia que azota al país.
El derecho de manifestantes pacíficos está siendo opacado por el vandalismo desatado. Al 18 de enero, el conflicto se ha propagado desde el sur del país y ahora se extiende a 18 regiones del país, incluida Lima. Esto se refleja en la toma de aeropuertos, bloqueo de carreteras, atentados contra el oleoducto norperuano, incendios de campamentos mineros, ataques contra locales del Ministerio Público y el Poder Judicial, atentados contra las sedes de los medios de comunicación y vulneraciones a la propiedad pública y privada. Según Ipsos, el 63% de encuestados a nivel nacional cree que la violencia es producto de acciones organizadas por movimientos políticos (cifra que oscila entre 73% en Lima y 57% en el interior). Y el trágico saldo no es menor; según la Defensoría del Pueblo, se registran 53 fallecidos y 722 heridos. Los móviles centrales son políticos exigiéndose la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, el cierre del Congreso, la convocatoria inmediata de elecciones generales y de una Asamblea Constituyente. Sorprende que dentro del pliego de reclamos estén ausentes el cierre de brechas sociales o la urgente atención a los problemas que afectan a los más desfavorecidos.
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El desenlace de esta crisis es incierto ante la debilidad política del Gobierno, y las autoridades en general. De hecho, la desaprobación de la presidenta alcanza al 71%, según la última encuesta de Ipsos. Por su parte, el Congreso también muestra un altísimo rechazo ciudadano del 80%. Peor aún la incapacidad de controlar permanente la violencia y las pretensiones maximalistas de los azuzadores hacen prever que esta situación se prolongue. Un sector responsabiliza al Gobierno de los sensibles fallecimientos por las supuestas acciones represivas ejercidas por la policía. Esta situación es delicada y obliga al rápido esclarecimiento de responsabilidades individuales de las fuerzas policiales. Urge también que se restablezca el orden sin tolerancia alguna al violentismo. Según expertos, la proporcionalidad del uso de la fuerza tiene que ser ponderada frente a los medios utilizados por los manifestantes al vulnerar la integridad de la ciudadanía y poner su vida en riesgo.
Es evidente que esta lamentable situación descarrilará cualquier intento por revertir la desaceleración económica. Pese a los intentos del Gobierno por adoptar planes de estímulo fiscal para mitigar esta situación, la magnitud de la violencia y las consiguientes pérdidas económicas, sumado a la incertidumbre por el adelanto de elecciones pasarán una enorme factura a la economía. Cálculos oficiales iniciales de un costo diario de S/ 50 millones se quedan cortos frente a la propagación de la violencia y la afectación de múltiples sectores. Los directamente más afectados son el turismo que se ha frenado en seco, al igual que la actividad comercial y los servicios de transporte en varias regiones.
Es probable que 25% del PBI nacional esté afectado por los desmanes y es previsible que se contraigan diversos sectores. Mención especial merece la minería al estar justamente expuesta a zonas de alta convulsión, comprometiendo su producción por la dificultad de sacar el mineral de los yacimientos hacia los puertos, o por los cierres preventivos para evitar una vulneración mayor. Además, se registran problemas de abastecimiento de alimentos y combustibles que introducen presiones inflacionarias adicionales y esto en un contexto donde la elevada inflación sigue mermando la capacidad adquisitiva de la mayoría de peruanos.
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No obstante, el impacto mayor se estaría dando en la imagen del país que ha entrado en las listas de alerta de entidades como el Departamento de Estado de los EE.UU., por ejemplo. El repunte del riesgo político se ve reflejado en la depreciación del tipo de cambio, el incremento del riesgo país y la postergación de importantes inversiones pese a que la fortaleza de los fundamentos macroeconómicos y el aumento coyuntural del precio internacional del cobre permitan cierta mitigación de estos riesgos. Si bien la inestabilidad política no es novedad en el Perú, lo preocupante es que se está distorsionando la realidad con información sesgada de lo que realmente está sucediendo.
Un daño peor es plantear salidas disruptivas (como una Asamblea Constituyente) sin medir realmente las consecuencias. El intento de forzar un cambio de modelo sin precisar exactamente qué se pretende arreglar, y subestimar el impacto adverso que podría tener genera tal incertidumbre que podría paralizar la economía y generar retroceso en lugar de bienestar. El Perú ciertamente tiene una enorme agenda estructural pendiente que encarar para lograr una mayor cohesión social y un Estado que tenga la capacidad de cumplir con las responsabilidades mínimas que le otorga la Constitución. Por ello resulta de suma irresponsabilidad pretender cambios por meros caprichos ideológicos sin encarar los problemas de fondo. Y mucho peor considerando que las recetas estatistas del pasado que se propugnan resultaron en décadas de retroceso para el país.
Bien haría la sociedad peruana en dejar sus prejuicios de lado, ejercer un mayor desprendimiento de agendas individuales y forjar un entendimiento que abone a la unión y progreso de todos. En esto, el violentismo y los experimentos caducos no tienen cabida.
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