Las preguntas muy generales llevan a parálisis creativas. Si en medio de una cena, le pedimos a alguien que cuente una historia de su elección, lo más probable es que no se le ocurra nada. No porque la musa no se haga presente (como solemos sentirlo), sino porque es una pésima manera de convocar a la memoria, donde residen, desordenadas, todas las historias que podemos contar. La escena cambia completamente si apelamos a un relato en un rincón preciso de la memoria. Por ejemplo, su primer beso, su primer viaje, su primer amor. Entonces todos suelen volverse grandes narradores. El escritor.
Jacobo Bergareche escribió un libro - Estaciones de regreso – sobre esta idea que podemos reconocer, también, en las conversaciones con amigos: con los que vemos todos los días podemos hablar horas; los temas aparecen solos y no se agotan. En cambio, cuando nos reunimos con alguien a quien no vemos desde hace tiempo, a quien tenemos todo para contarle, no sabemos ni por dónde empezar. Y terminamos hablando del frío que hizo en la semana.
Sucede que el cajón de posibles relatos es tan amplio que no sabemos por qué lugar arrancar. Nos encontramos ante la falsa sensación de libertad de una hoja en blanco, de la que Deleuze dijo: “Una tela no es una superficie blanca, creo que los pintores lo saben bien. La tela está llena de clichés”.
Un segundo freno a la creatividad es el miedo escénico; la razón principal por la que abandonamos los oficios de la infancia: dibujar, cantar, jugar o bailar. Demostramos lo rotundo de este efecto en un teatro en el que pedimos a algunas personas elegidas al azar, que cuenten una historia memorable. Lo que no sabían es que había una trampa. Les habíamos dicho secretamente a algunos de los oyentes que siguiesen la historia con plena atención y a otros que la ignoraran. Podían mirar su teléfono, distraerse con otras conversaciones, interrumpir con preguntas desconectadas e irrelevantes. En fin, hacer lo que practicamos una infinidad de veces en el trabajo, en casa o entre amigos: desatender supinamente a quien nos habla con pasión.
Encontramos que la experiencia del que cuenta una historia se modifica enormemente según la actitud de su oyente. Cambia todo, incluso el juicio propio sobre la historia compartida. Es la condena de los likes. No juzgamos lo que escribimos o lo que contamos por su mérito intrínseco, sino por la intensidad de los aplausos que recibimos. Lo más llamativo de esto no fue tanto el resultado, que era previsible, como la magnitud del efecto. La misma historia pasa de ser un éxito sublime a fracaso estrepitoso según la atención que le dedica quien la escucha.
Seguir leyendo: