Nada democrático surgió del ataque al Palacio de Invierno ni de la Marcha sobre Roma. El primero, en octubre de 1917, disolvió el gobierno provisional, truncando la revolución democrático-burguesa de febrero del mismo año. La revolución bolchevique consolidó el poder de los soviets y precipitó la guerra civil posterior a la Primera Guerra Mundial. Lenin regresó del exilio y lideró la construcción del socialismo de Estado: una economía centralmente planificada y la “dictadura del proletariado”, metáfora totalitaria de todo partido comunista.
El segundo marcó el ascenso del Partido Nacional Fascista al poder a fines de octubre de 1922, cuando los camisas negras ingresaron a la capital instalando a Mussolini en el poder. El posterior asesinato del parlamentario socialista Giacomo Matteotti, en junio de 1924, señalaría el fin del “período legalista” y la profundización del orden fascista con la creación de la Ceka, policía secreta, y la supresión de los partidos y la prensa de oposición; es decir, la consolidación de la dictadura de partido único.
Son los dos modelos clásicos de revuelta y toma del poder que han dominado el pensamiento Occidental anti-liberal y anti-democrático. Sin embargo, la historiografía muestra que las masas fueron menos protagonistas que los profesionales de la agitación; o sea, la elite revolucionaria leninista y los propagandistas del fascismo y sus respectivas turbas. Lo cual los emparenta y por ende cancela la supuesta incompatibilidad de sus principios ideológicos.
La historia es útil para las Américas. De la turba de imitadores de hoy difícilmente surjan libertades ni derechos ciudadanos; o sea, democracia. Ello vale para el asalto a la Asamblea Nacional en Caracas en julio de 2017, al Capitolio en Washington en enero de 2021 y este pasado 8 de enero a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia, incluyendo la invasión de los edificios del Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
En los tres casos los actos de violencia estuvieron motivados por el intento de invalidar el resultado de una elección, lo cual se ha hecho rutina en el continente, o bien cuestionar el derecho de los legisladores opositores a ocupar los curules para los que fueron elegidos dos años antes, como fue el caso de Venezuela. También se aplica al vandalismo desestabilizador que se vio en Ecuador, Chile y Colombia en 2019-21.
Como es de esperar, el repudio a estos hechos por lo general tiene un sesgo ideológico. Según sea la persuasión de quien opina, la condena será mayor o menor. No deja de constituir una suerte de burla que Díaz-Canel—presidente de un país donde existe un solo partido, en el poder hace 64 años—expresara a Lula “la solidaridad y apoyo de nuestro pueblo y gobierno ante acciones antidemocráticas y violentas ocurridas”. Y es desafortunado que ningún funcionario del gobierno brasileño hubiera subrayado la incongruencia.
Lo mismo ocurre con Alberto Fernández, quien condena al Bolsonarismo en la misma frase en la que propone e insiste con someter a juicio político a toda la Corte Suprema de Argentina. Otro tanto el gobierno de Bolivia, donde se encarcela opositores a voluntad, y el gobierno de López Obrador, que condena lo ocurrido en Brasilia al tiempo que insiste con restablecer a Pedro Castillo en la presidencia de Perú, siendo que él mismo había decretado la disolución del Congreso y la instauración de un gobierno de excepción. O sea, se proponía legislar por medio de decretos del Ejecutivo y concentrar la suma del poder público en sus manos.
La realidad según cada uno la dibuje, el doble rasero es por cierto obsceno. Que tanta hipocresía de los gobiernos no reciba una sanción formal o simbólica es un indicador del “malestar democrático” que vivimos. Toda turba merece ser condenada, pero que la misma tenga la motivación de salir a la calle en números importantes y que, además, pueda hacerlo amerita una reflexión sobre la debilidad de nuestras democracias.
Tal vez el malestar sea cíclico, ojalá, pues ya ocurrió en el pasado—como en Petrogrado en 1917 y en Roma en 1922—y la democracia sobrevivió. No obstante, la recesión democrática actual es profunda: la democracia de hoy agrega mal, es decir, es ineficaz en traducir preferencias individuales en procesos colectivos, y por lo tanto no representa con efectividad. Ergo, la anomia de la sociedad es generalizada y la desafección con la democracia, masiva; especialmente entre los más jóvenes.
Los jóvenes mejor preparados rechazan desarrollar carreras profesionales en el sector público, ven en la política una suerte de locus natural de la corrupción. No les falta razón. Las sociedades aspiran a vivir con paz social, seguridad y prosperidad, pero dichos bienes públicos están lejos. La consiguiente frustración social invita al éxodo o a la adhesión a soluciones mágicas, eso que algunos llaman “populismo”, lo cual no contribuye a la paz social ni a políticas racionales.
Incluyo a Estados Unidos en esta suerte de ecuación nula: proponer dialogar, normalizar y rehabilitar a autócratas permeados por el crimen organizado para estabilizar la democracia tampoco se ve muy racional, difícilmente contribuya a la paz social hemisférica. Es que la inseguridad es rampante y victimiza especialmente a los sectores de menos ingresos, aquellos que no acceden a la policía privatizada. El episodio del aeropuerto de Culiacán en Sinaloa, atacado por un ejército de narcos con armamento pesado ante la debilidad de las fuerzas del orden no es excepcional, sino más bien una paradigmática ilustración del problema de fondo. Pues sin Estado no puede haber democracia.
Por todo lo anterior, la política opera con el puro corto plazo. Lo racional para Bolsonaro habría sido adoptar un discurso moderado, liderar la oposición junto al bloque conservador en el Congreso y prepararse para dentro de cuatro años. Pero eso en otro tiempo y lugar, la costumbre hoy es desconocer todo resultado electoral no importa cómo ni porqué. Brasil es una sociedad dividida y empatada, como tantas otras, se requieren estadistas gigantes para estabilizar el sistema y alargar su cortoplacismo actual.
Pues la democracia es el régimen de los que pierden elecciones. Solo en democracia los derrotados no son eliminados; retienen voz, legitimidad y pueden volver. La democracia es un juego iterado. No hay mayorías permanentes; de ahí que todo ordenamiento constitucional democrático reserve derechos y garantías para proteger a las minorías. Incluyendo por supuesto al partido en minoría; es decir, el vencido.
El resultado concreto de este arreglo institucional es la hoy tan denigrada y vulnerada noción de “alternancia en el poder”; sin la cual tampoco hay democracia. Pues todo ello requiere que el perdedor acepte su derrota, declare la terminación de la contienda y reconozca la legitimidad del vencedor. El estadista es magnánimo en la victoria y cortés en la derrota, aún cuando la diferencia haya sido de un puñado de votos. El incentivo para tanta elegancia reside en la posibilidad de seguir siendo viable, justamente.
En la tradición política estadounidense ello se conoce como “the concession”. Como en diciembre de 2000 cuando la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de un nuevo conteo de votos en Florida. Con ello los 25 votos del estado fueron para Bush, elegido presidente por un voto en el Colegio Electoral al mismo tiempo que derrotado en el voto popular. No obstante, el 13 de diciembre Gore informó a la prensa haber llamado al “presidente electo”, así se refirió a él por primera vez, para felicitarlo “en pos de la unidad del pueblo y la fortaleza de nuestra democracia”.
Bush respondió con el clásico “no fui elegido para servir a un partido sino para servir a una nación”. En ebullición por 36 días, la crisis político-institucional se resolvió gracias al imprescindible ritual democrático de reconocer una derrota; ritual que se ha erosionado en los últimos años y que tiene una marca en el calendario: 6 de enero de 2021, el asalto al Capitolio.
En el resto del continente la normatividad democrática, esa de la Carta Interamericana y la doctrina de los derechos humanos, también se ha erosionado. Mientras los valores democráticos y cívicos no se recuperen, y el malestar no se alivie, la turba y el corto plazo seguirán dominando la política.
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