Cinco millones de personas en la calle; fue la movilización popular más imponente de la historia argentina. Eso en un país donde la representatividad política se mide más por cuadras de gente que por urnas con votos y donde la propia configuración de lo social ocurre, se valida y se ratifica también en la calle.
Pero no fue por política. Se trató de un potente fenómeno social identificado con la Selección Nacional campeona y sus jugadores. Surgido, además, de manera espontánea, sin clientelismos y sus acostumbrados aparatos de cooptación, de espaldas al Estado. Un evento que, lejos de la política, emocionó a propios y extraños.
O sea, una suerte de movimiento social; un esfuerzo autónomo y no necesariamente organizado de personas con intereses, valores, aspiraciones u objetivos comunes. Autónomo del Estado, precisamente, una condición hecha explícita por el propio plantel a partir del deseo de celebrar la victoria con “la gente” y no acudir a la Casa de Gobierno a llevarle la copa al Presidente.
Si el equipo ya había producido lágrimas de emoción con sus goles, ahora también produjo admiración con sus convicciones. Con ello la selección se constituyó también en intérprete de esa misma sociedad que se lanzó a la calle de manera incontenible. La comunión entre jugadores e hinchas se profundizó y extendió a niveles jamás vistos.
Al impedir el secuestro del logro colectivo, el plantel truncó otra indebida cooptación por parte de un gobierno con amplia experiencia en la materia. Así había cooptado al movimiento de derechos humanos; así procedió con el funeral de Maradona; y así se apropió de la identidad del peronismo, incluso descalificando a todo peronista que no aceptara someterse a los dictados de un liderazgo autocrático. Pues lo mismo habrían hecho con la copa del mundo en el balcón de la Casa Rosada, apropiarse del triunfo y su significado tal como se apropiaron de la donación de respiradores de Messi que jamás salieron de la aduana.
Al impedirlo, al despolitizar la celebración, el plantel no obstante emitió un poderoso pronunciamiento político: la deslegitimación de ese mismo gobierno. La frase no pronunciada pero implícita es “ustedes no nos representan”. Esos cinco millones de argentinos en la calle estuvieron de acuerdo, y tal vez valga para la política como un todo.
Ante ello, el gobierno procedió con venganza, su rutina habitual. Así, la caravana con los jugadores transitó casi sin custodia, sin un cordón policial adecuado y sin un plan de evacuación. Que no haya terminado en tragedia fue tan milagroso como el pie izquierdo del Dibu Martínez en la última jugada.
El coro pseudo intelectual oficialista, por su parte, se zambulló en los micrófonos en su acostumbrado lenguaje marxista chatarra, acusando a los jugadores de ser “desclasados”. No es un crimen pero lo usan para descalificar. El concepto de desclasamiento en versión de la “intelectualidad kirchnerista” merece un elocuente “andá pa’llá, bobo”.
“Desclasada” es una persona que deja de pertenecer a su clase social de origen. Ello supone una cierta alienación producto de la pérdida de su conciencia de clase, condición necesaria en el marxismo a efectos de identificar una situación de desclasamiento.
Pero a estos jugadores les sobra conciencia de clase, no importa los fabulosos ingresos de hoy, que en todo caso los tienen bien ganados. Derrochan claridad en cuanto a su origen y dignidad frente al esfuerzo propio y, siempre, el de sus familias. No hay más que leer sus conmovedores relatos de infancia: Di María en su casa de paredes ennegrecidas por el carbón; o Montiel terminando el secundario siendo jugador profesional por su madre. Por eso siempre regresan al lugar original: Rosario; Mar del Plata; Laguna Larga o Calchín, Córdoba; donde, invariablemente, construyeron la casa para sus padres.
Desclasados, por el contrario, son un jardinero o un cajero de banco convertidos en terratenientes por ser testaferros de un político encumbrado. Los jugadores festejan la Navidad en “el pago” con sus seres queridos, los testaferros lo hacen en el Caribe o en las Islas Seychelles. Los jugadores no extraen recursos públicos, sus ganancias son el producto de lo que generan. Compiten por ellas, no gozan de rentas monopólicas garantizadas por el poder político.
El gobierno los detesta porque son lo opuesto a lo que promueven. Su éxito es producto del talento y el esfuerzo, ambos en cantidades extraordinarias. Y además expresan lo que el kirchnerismo ha destruido: la movilidad social ascendente, progresar y prosperar en base al esfuerzo. Eso que aún permanece en el ADN argentino.
¡Gracias, campeones, muchas gracias! Nunca más merecido este triunfo. Nos han conmovido con su fútbol y sus goles. Pero también con su humildad, su esfuerzo y sus gigantescos principios, y ese es este verdadero movimiento social que hoy, tal vez sin darse cuenta, encabezan. Muchas de nuestras lágrimas han brotado por eso, no solo por “la tercera”.
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