El populismo se presenta en versiones de izquierdas y derechas, que comparten una teoría popular de la economía como competición de suma cero: entre clases económicas en el caso de la izquierda, entre naciones y grupos étnicos en el caso de la derecha. Así lo resumió el autor canadiense Steven Pinker. Pues así como el populismo mira hacia atrás a una época en la que la nación era étnicamente homogénea, prevalecían los valores culturales y religiosos ortodoxos, y las economías eran impulsadas por la agricultura y las manufacturas.
Este término concibe su origen a finales del siglo xix en la Rusia zarista y en el movimiento del People‘s Party de Estados Unidos, que enfatiza las opiniones del sector rural sobre el llamado establishment de la capital estadounidense.
Hoy sabemos que el populismo es una forma de ejecución arbitraria y antidemocrática del poder. Autores como Ernesto Laclau lo describen como “la ideología popular-democrática en distintas formas de discurso [y] un modo de construir lo político”, y autoras como Chantal Mouffe describen el populismo no como una ideología o un régimen político, sino como una manera de hacer política que puede adoptar distintas formas ideológicas en función del movimiento y del lugar. El populismo es lo que el populista quiera que sea, pues se va moldeando mediante la voluntad del líder que dice encarnar la aclamada “voluntad del pueblo”. De cualquier modo, en tanto el populismo supone saltear instituciones, deslegitimar el debate político empezando por la prensa y aprovechar una división forzada de la población para legitimar una política agresiva, sea como ideología o como simple modus operandi de la política, se opone a los valores de la democracia liberal, que se sustenta en todo lo contrario. De esta manera, en tanto la democracia liberal es un contenido específico de ideas que incluyen la aceptación de la libertad del individuo y una formalidad institucional, el populismo es una forma de antiliberalismo ya desde lo metodológico.
Autores como Mario Vargas Llosa enmarcan el populismo no en una ideología, sino en una especie de “epidemia viral, en el sentido más tóxico de la palabra, que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas”, representando también “la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero” mientras congelan precios, aumentan salarios, destruyen las instituciones y controlan a la sociedad a la par que resaltan el espíritu tribal.
El líder populista, que puede ser de izquierdas o de derechas, enarbola un concepto místico de la figura estatal, lo vuelve grande y se encuentra en una búsqueda permanente de un enemigo que justifique sus propios pasos en falso, pues aquel enemigo puede ser la globalización, Estados Unidos, el libre mercado y otros tantos chivos expiatorios que podríamos agregar a la lista. Esa identificación de un “enemigo del pueblo” define el tinte del populismo: la derecha declara y define al enemigo basándose en características religiosas, étnicas o culturales, mientras que la izquierda lo hace por la desigualdad de ingresos y riqueza, más bien desde una perspectiva económica. Ambos populismos se llevan por delante la institucionalidad liberal y con ella la libertad, porque para su protección está aquella formalidad.
La promesa del paraíso terrenal es infaltable, al igual que la demanda obligatoria de un culto a su propia imagen que enaltece con dotes carismáticos. El poder, en todo momento y en todo lugar, se vuelve algo más adictivo que la cocaína, la nicotina o cualquier otra cosa. Pero quien paga los efectos y consecuencias de la abstinencia es la ciudadanía, nunca el líder poderoso.
Apelar a las emociones y convertir al individuo en un número más de una masa colectiva es otro de los modos del cacique populista, que busca amenazas constantes en actores democráticos con la finalidad de hacerlos desaparecer del mapa institucional y hacerse, tarde o temprano, con el poder absoluto. Podríamos decir también que el populismo es similar a las sirenas de Ulises, aquellas que emiten un canto muy persuasivo y bonito, que prometen delicias, pero que sin embargo amenazan con arrojar nuestros huesos y devorarnos por completo. Así son los mesías que representan al “elegido” que les dará la tierra prometida. Estos líderes siempre se erigen en profetas, con pueblos que esperan redentores, encarnando una de las mayores sensaciones de superioridad moral.
Como sostuvo Alexander Hamilton, los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo: se iniciaron como demagogos y acabaron como tiranos que estafaron y usaron a la democracia. Pues, así como lo advirtieron Aristóteles y Polibio, el populismo es una degeneración de la democracia, lo que implica que el populismo puede emanar de la mismísima democracia.
Asimismo, la creación de una identidad popular y nacional bajo la figura del mesías redentor lo llevará a declararse una especie de dios infalible, de figura paterna a la que debemos pedir permiso constante para hacer o dejar de hacer. La promesa, como parte de su retórica, es usada para llegar al poder en los comienzos y para mantenerse en él una vez que la sociedad queda en plena dependencia del mesías populista, que capitaliza el descontento social, te quiebra las piernas y te dice que si no fuera por él no podrías caminar.
Lo político y lo emocional encauzan en un mismo río bajo las aguas populistas, atacando permanentemente a todo aquel que quiera ponerlo en jaque, como sucede con los medios de comunicación (los más capaces de derribar las realidades paralelas inventadas por estos falsos redentores), y adoptando un perfil religioso en la política. Los populistas son “exclusivos” al recaer en el “somos los únicos y auténticos representantes del pueblo”; son caudillos porque exaltan el amor al líder que “interpreta la voluntad popular” y todo lo trasciende; son adanistas puesto que la historia comienza con ellos y por ellos; son nacionalistas, clientelistas, estatistas, y apelan al odio como el gran preludio de la violencia que marcará su legado.
Este modelo, en todas sus tendencias políticas, demuestra una permanente hostilidad a la libertad, la división de poderes, la pluralidad, la democracia y la armonía social. De la mano del culto popular a la personalidad carismática del líder y la mentalidad corporativa mística y paternalista del Estado, el populismo cala con corpulencia y hace de las suyas. Más temprano que tarde, este modelo acaba manteniéndose en el poder por la fuerza.
Lamentablemente, el presente asiste a una reivindicación y resurgimiento de movimientos, personajes y partidos populistas de izquierdas y derechas, convirtiéndose en una expresión de rechazo de la democracia por encontrarla “insuficiente”, pero orientando el sistema institucional hacia un modelo autoritario basado en el “orden” paternalista de algún líder que dirá saber mejor que uno cómo debemos vivir, que simple y llanamente se convertirá en un totalitario “en nombre del pueblo”, apelando al nacionalismo, sea del origen político que sea, y enfrentándose constantemente a “enemigos morales” que son convertidos en amenazas inminentes que deben ser eliminadas, y quién mejor para hacerlo que el líder redentor glorificado, creando identidades populares o teorías conspiranoicas que lo sostienen y se movilizan en pos de sus caprichos mesiánicos. Los líderes populistas, al fin y al cabo, se construyen, y hoy quienes defendemos la democracia liberal (la cual se encuentra en peligro) nos enfrentamos a todos los populismos y en todas sus versiones, desde la izquierda hasta la derecha. Y vos, ¿a qué líder populista identificas?
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