El afamado medio de análisis The Economist acaba de designar a Ucrania como el país del año por “enfrentar un reto siniestro del destino que amenaza con destruirlo con valentía; dedicación y total adhesión al principio de la libertad”.
Mientras tanto en España somos testigos de una crisis institucional provocada por un voto 5-4 del Tribunal Supremo de Justicia rechazando legislación destinada a modificar el método de selección de sus miembros y reducir el rigor de las sentencias para delitos de sedición y corrupción. La decisión de la Corte perfectamente encajada dentro de la constitución de España ha sido descrita por el primer ministro Sanchez como “un golpe de estado institucional”. Evidentemente Sanchez ignora que un golpe de estado no puede ser institucional puesto que su objetivo es dinamitar una o varias instituciones.
En Perú dos minorías se niegan a acatar el orden constitucional. Una rechazando la validez del proceso constitucional que llevó a la neutralización del intento de golpe y a la destitución de Castillo. Otra que prefiere embestir contra el orden constitucional y provocar elecciones tempranas para intentar llegar al poder con una minoría tan tenue como la que llevó a Castillo a la presidencia. Ambas minorías, por supuesto, solo contribuyen a agravar la crisis en el Perú y a debilitar sus instituciones. En Brasil los seguidores del presidente Bolsonaro insisten en definir las elecciones presidenciales de octubre como un fraude pese a que ninguna de las investigaciones conducidas por autoridades nacionales o internacionales pudo identificar un fraude.
La conducta ciudadana del mundo ibérico, aun sin compararla con la de la ciudadanía ucraniana, francamente llama la atención por su evidente ausencia de tino. Las naciones que se forjaron en el yunque de las culturas medievales de España y Portugal comparten un rasgo profundamente antidemocrático que consiste en no aceptar la derrota. Trátese de un campeonato de fútbol, de la selección de una reina de carnaval o de elecciones para cualquier tipo de cargo, los perdedores siempre dirán que hubo fraude. Y por tanto en nuestra cultura jamás veremos imágenes como la del pasado domingo en Qatar cuando los jugadores franceses abrazaron con entusiasmo a sus rivales argentinos reconociendo su triunfo. O al candidato perdedor en una justa política tomar los micrófonos y aceptar su derrota. O a una reina de belleza abrazar a sus compañeras y darles las gracias por participar en el certamen.
Porque nuestra cultura se distingue por producir líderes que los psicólogos definen como “narcisistas grandiosos”. La publicación Neuroscience News define a estos líderes como “Practicantes de una manifiesta tendencia al auto engrandecimiento, la negación de las debilidades propias, la convicción de ver la victoria como un derecho propio y la devaluación de las personas que amenazan la autoestima”.
Este fenotipo sólo florece en ambientes donde no existe la competencia; donde los derechos se adquieren por nacimiento y donde la actividad ciudadana es regulada vía el establecimiento de corporaciones que derivan su sustento de la extracción de renta. Y esta es precisamente la situación del mundo ibérico. Trátese de naciones ubicadas en Europa donde la cercanía a países donde la ciudadanía destruyó los moldes medievales hace más de dos siglos o de aquellas ubicadas en América, la cultura ibérica continúa siendo una en la que las instituciones están diseñadas para coartar libertades, cercenar la competencia e imponer patrones de extracción de renta que impiden el desarrollo pleno de las fuerzas productivas endógenas.
Afortunadamente el proceso de globalización, el COVID-19 y la reconstitución de la cadena de valor internacional están secando las fuentes del narcisismo grandioso ya que están creando nuevas generaciones ibéricas, sean europeas o americanas, cuyo patrón de conducta y visión del mundo se asemejan más a los de los futbolistas franceses que a los del señor Pedro Sanchez.
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