El 7 de diciembre, el presidente peruano Pedro Castillo fue derrocado inmediatamente después de que decidiera dar un autogolpe procediendo a disolver el Congreso.
Las acciones del entonces presidente tomaron lugar en respuesta a una medida del Congreso de iniciar un juicio político a Castillo luego de que el Departamento de Justicia de Perú lo acusara de ser el líder de una organización criminal involucrada en actividades ilegales. La ley peruana exige que cuando el fiscal general presenta una acusación de este tipo contra un alto funcionario, debe pasar por el Congreso antes de que comience el enjuiciamiento.
Los cargos incluyen abuso de poder con el objetivo de obtener beneficios económicos mediante nombramientos a cambio de sobornos y contratos ilícitos.
A partir de que Castillo asumió las riendas del gobierno en julio de 2021, el país ha enfrentado una gran inestabilidad política y falta de rumbo. En este último año y medio, el presidente cambió de gabinete cinco veces y cerca de 80 ministros.
Primero, Castillo nombró jefe de gabinete a Guido Bellido, un hombre que admira al régimen cubano e incluso llegó a justificar al grupo terrorista peruano Sendero Luminoso. El hombre propuso una nueva constitución. Esto activó la alarma entre sus propios aliados, quienes estaban preocupados por la posibilidad de que Perú adopte el modelo venezolano.
Bellido terminó renunciando por una investigación de corrupción en su contra.
Posteriormente, Héctor Valer, un ex congresista con pasadas asociaciones con la extrema derecha fue designado para encabezar el Consejo de ministros. El hombre también fue acusado de violencia doméstica por su hija y por asociación con un capo de la droga. El nombramiento de Valer generó protestas de diversos sectores políticos y sociales. El Congreso dejó en claro que no aprobaría tal nombramiento.
Varios ministros en el gabinete de Castillo renunciaron luego de denunciar corrupción en los niveles más altos del estado alegando que el presidente permitió que eso sucediera. Los aliados acérrimos del presidente lo abandonaron.
Obviamente Castillo era un personaje errático sin ninguna visión ni dirección clara. La corrupción y la anarquía caracterizaron su gobierno. No solo les disgustaba a sus adversarios, sino que incluso algunos de sus propios aliados clave se sintieron frustrados y lo abandonaron.
Sería correcto decir que Castillo no solo era corrupto, sino que tampoco estaba a la altura. El hecho de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos rechazara la solicitud del presidente colombiano Gustavo Petro de intervenir en nombre de Castillo, apunta a la gravedad de las acciones del ex presidente.
Pese a esto, se registraron de inmediato protestas masivas en varias regiones del país donde hubo violencia y muertos. Esas protestas exigían la renuncia de la recién juramentada vicepresidenta, Dina Boularte, y la restitución de Castillo a la presidencia.
Es cierto que Castillo actuó de manera autoritaria y bien puede ser cierto que todos los cargos y acusaciones en su contra estén justificados. Algunos hasta pueden sentirse aliviados de que Perú haya quedado fuera de la marea roja regional.
Sin embargo, lo que llama la atención en Perú es que todos los ex presidentes del país que ejercieron desde 1990 han sido investigados por posible corrupción y soborno (Ollanta Humala; Pedro Kuczynski)), enviados a la cárcel (Alberto Fujimori), o se encuentran en proceso de ser extraditados por cargos también de corrupción (Alejandro Toledo). Uno de ellos, Alan García, se suicidó hace tres años cuando estaba a punto de ser arrestado por cargos de cohecho.
Lo que esto significa es que la corrupción y la deshonestidad es lo que caracteriza a la clase política del país. Si tal tendencia se aplica a tantos presidentes, obviamente indica que este es un problema que afecta a toda la clase política, incluido el mismo Congreso.
De hecho, encuestas recientes muestran que el Congreso es muy impopular en Perú. El 85% de los peruanos desaprueba el desempeño del Congreso.
Múltiples miembros del Congreso han sido acusados o son sospechosos de actos ilegales, incluido lavado de dinero, enriquecimiento ilícito y varios otros actos delictivos.
En 2019, el entonces presidente peruano Martín Vizcarra disolvió el Congreso y convocó a nuevas elecciones utilizando una disposición de la constitución, luego de que el poder legislativo rechazara en dos ocasiones su propuesta de gabinete. Un año después, el Congreso destituyó a Vizcarra por los mismos motivos que destituyó a Castillo, a saber, “incapacidad moral”. Vizcarra fue acusado de haber cometido actos de corrupción cuando se desempeñaba como gobernador de la región de Moquegua.
Vizcarra fue destituido luego de un corto mes y medio de debate y fue sucedido por el entonces presidente del Congreso Manuel Merino. Merino renunció después de siete días luego de protestas masivas contra la destitución de Vizcarra. No por casualidad, protestas similares en apoyo a Castillo se están intensificando mientras escribo estas líneas.
¿Cómo es posible que el Perú esté viviendo estas crisis reiteradas que implican una espiral cíclica de corrupción y juicios políticos?
Impugnar a un presidente por cargos de corrupción es constitucional y legítimo. Sin embargo, los dos presidentes mencionados fueron destituidos solo por mayoría de votos en el Congreso. Fue más bien algo parecido a lo que en los sistemas parlamentarios llamaríamos voto de censura que nada tiene que ver con lo que dice la constitución o cómo debe entenderse el juicio político. Entonces, como ha señalado el politólogo peruano Alonso Gurmendo “si el Congreso puede destituir al presidente por mayoría de votos sobre la base de un vago concepto de ‘incapacidad moral’, ¿para qué necesitamos una constitución?”.
La acusación pierde su significado por completo y la ley y la constitución se convierten en un asunto político puramente frívolo. Como nos advirtió Alexander Hamilton hace más de dos siglos, el juicio político corre el riesgo de estar determinado más por la fuerza comparativa de las facciones que por consideraciones de inocencia o culpabilidad. Es en este sentido que la estabilidad y la legitimidad del Estado colapsan por completo. Es en este caso que se activa la “razón populista”. La solución se basa en la creencia mesiánica de que un líder fuerte puede restaurar el orden e incluso la representación, un pensamiento compartido por el difunto profesor de la Universidad de Essex, Ernesto Laclau.
El Congreso actúa como un cuerpo de notables del partido alejado de la sociedad civil y sus necesidades. La polarización partidaria tiende a dominar la esfera pública más que las voces de la ciudadanía.
De hecho, los peruanos no se sienten debidamente representados por el Congreso, por ende, tienden a depender automáticamente de la presidencia. Así, cada juicio político ha sido percibido como un ataque a la voluntad popular, al hombre común e impotente de la calle. Hay un instinto populista en la sociedad peruana, que probablemente sea alimentado por su rechazo a los políticos, cuya mayoría están en el Congreso.
La disminución del apoyo popular a la clase política conduce automáticamente a las ilusiones populares, a la elección de líderes surgidos de fuera del sistema y, en el peor de los casos, a la elección de líderes populistas autoritarios. Así surgieron Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Jair Bolsonaro. Lamentablemente, la crisis de legitimidad del Estado ha venido afectando a la región entera hace décadas.
Este es, en mi opinión, el corazón del problema. No se trata simplemente de un acto de un presidente corrupto que merece ser destituido. Ni siquiera se trata de políticas de derecha e izquierda. Es un problema estructural que requiere una reforma que permitan políticas y representación inclusivas, separación de poderes y transparencia. La forma en que deben diseñarse estas reformas requeriría un artículo aparte.
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