Creer que somos maleables produce una mayor predisposición al cambio. Es la burbuja inflacionaria de la razón y de las emociones. El proceso contrario también se produce y es, de hecho, mucho más común: creer que somos incapaces de cambiar es la manera más directa de estancarse. Este principio se aplica a nuestra visión sobre la gente y sus ideas y también tiene validez en lo que respecta a nuestros logros, nuestras virtudes y nuestras emociones.
La importancia de una mente maleable la demostró Carol Dweck, profesora de psicología social en Stanford, estudiando las respuestas que los chicos y chicas de unos diez años cuando les daban un problema que excedía su capacidad de resolución. Las reacciones eran muy distintas: algunos entendían que el problema era muy difícil, quizás demasiado para lo que estaba en su mano hacer en ese mismo momento, pero se entusiasmaban y se enfrentaban al desafío. Son los que tienen mentalidad maleable, también llamada de crecimiento. Del otro lado estaban los que tienen una mentalidad inflexible; los que se frustran y se bloquean al encontrarse con una dificultad.
Los primeros saben que, si bien no son capaces de resolver el problema en el momento que se les presenta, pueden aprender lo necesario para hacerlo luego. Los segundos se sienten estancados. Si no pueden resolverlo de inmediato, no lo harán nunca. Desde esta perspectiva, las habilidades mentales son rígidas: lo imposible hoy sigue siendo siempre imposible.
Dweck siguió la línea educativa de ambos grupos y encontró que los que tienen mentalidad de crecimiento suelen adquirir los conocimientos necesarios y terminan resolviendo el problema. Los segundos, en cambio, lo esquivan. Se enfadan, se copian, se acusan a sí mismos de incapaces, se frustran y de esa forma terminan por dejar de estudiar. La burbuja reflexiva comienza a acentuar más y más las diferencias iniciales, que, en muchos casos, son de predisposición y no de conocimiento.
¿La capacidad de progresar depende de la mentalidad que a uno le ha tocado en suerte? La buena noticia es que no: si bien hay predisposiciones, puede aprenderse. Y a veces, sin un esfuerzo extraordinario. Se puede mejorar sustancialmente la trayectoria educativa de un alumno simplemente mostrándole que se puede, y vale la pena, pasar un cierto tiempo esforzándose por llegar a lugares que parecen impensables.
El escritor David Epstein ha estudiado este fenómeno en el mundo del deporte. ¿Por qué hoy se corre mucho más rápido que hace cien años? Parte de la razón está en las transformaciones tecnológicas, las mejoras en las dietas, en las zapatillas y en las técnicas de entrenamiento. Pero estos argumentos no alcanzan para explicar por qué, después de que alguien supere un hito en apariencia infranqueable, aparecen otros que lo repiten en muy poco tiempo, como si hubieran estado a la espera. Lo que cambia es la mentalidad, el efecto esperanza. En el límite de las capacidades humanas, saber que algo puede realizarse es la última llave necesaria para alcanzarlo. Epstein cuenta la historia de las carreras de una milla. Durante muchísimo tiempo, nadie pudo recorrer esa distancia en menos de cuatro minutos. De hecho, hasta 1950, los médicos y los científicos creían que era físicamente imposible, que el cuerpo humano era incapaz de soportar un esfuerzo así.
Esa idea estuvo grabada a fuego hasta que, en 1954, sir Roger Bannister corrió la milla en 3:59:40. La historia, según el propio Bannister, es una oda al poder de la mentalidad de crecimiento: “A mí me parecía bastante lógico que, si se podía recorrer una milla en 4:01, también era posible recorrerla en 3:59. Conocía lo suficiente de medicina y fisiología para saber que no era una barrera física, pero creo que se había convertido en una barrera psicológica”. En 2021, el récord mundial lo tiene el marroquí Hicham El Guerrouj, con un tiempo de 3:43:13 y 1.400 personas recorrieron esa distancia por debajo de la barrera “imposible” de los cuatro minutos. Una multitud de gente que, una vez convencida de que la barrera no es inquebrantable, la supera.
La barrera, por supuesto, estaba en el cerebro; más concretamente, en un aparato de control cerebral que, entre muchas otras tareas, se encarga de administrar nuestros recursos físicos para que no sobrepasen el límite de lo saludable, para que no alcancen el punto en que podemos lesionarnos o quedarnos sin energía. Este sistema, a veces se pasa de precavido. Conocer el funcionamiento de semejante “interruptor” nos permite aprender a regularlo para llegar más allá de los límites impuestos por el propio cerebro. Epstein utiliza el ejemplo del deporte de larga distancia —los maratones, los triatlones, las grandes escaladas— y nos muestra que el cuerpo está más preparado de lo que intuimos para afrontar este tipo de pruebas. Que en algunos casos es posible desactivar el limitador de nuestro cerebro para llegar a lugares impensados.
Fuera del deporte de alta competición, mucha gente puede dar testimonio de situaciones de arrojo en las que se supera un límite. En ocasiones, el cuerpo nos pide a gritos no hacer algo aunque no suponga ningún riesgo para nosotros. Son ilusiones en las que cae el cerebro: volar en avión, subir a la montaña rusa, ver una película de terror… En cada una de estas situaciones, el regulador nos dice que abortemos y se percibe un peligro que, racionalmente, sabemos que no existe. Una mente maleable es un poder; un poder que nos lleva a hacer cosas que parecen imposibles, desde las más nimias hasta las gestas más extraordinarias.
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