Algunas veces se escucha a representantes de movimientos políticos, generalmente pertenecientes a facciones de derechas, defender una “libertad de expresión” a través del llamado «derecho a ofender». Hace algunos meses, la BBC publicó un artículo titulado «¿Está la cultura de la cancelación acabando con el humor?», pues con el humor de los bullies es probable que sí.
Aquellos bullies que marcan una tendencia a sumarse a las filas conservadoras, nacionalistas o de derechas son quienes instauran una visión conspirativa en asuntos como los estudios de género o temas que tienen que ver con la tolerancia y el respeto de las formas de vida de las demás personas. Además, hacen uso del argumento del «derecho a ofender» partiendo por lo general de visiones conspirativas y acaban encontrando siempre a un chivo expiatorio o entrando en el canibalismo simbólico acerca del que en otro momento nos enseñó el autor Thomas Szasz. Pues dicen que «ofender» es «libertad de expresión», y que necesariamente eso requiere que acabemos con las «generaciones blandas y sensibles» (llaman sensible a todo aquel que no se sume al ejército de su cruzada moralizadora).
Como bien argumenta José Benegas en Los intereses que esconde el supuesto derecho a ofender: «Ofender es agredir. No somos carne y hueso, por tanto, circunscribir el problema del respeto a los derechos del otro a lo estrictamente físico es una manera de habilitar agresiones que en sí mismas pueden ser graves o incluso abrir la puerta a cosas peores una vez que el repudio se ha instalado de modo público. No es igual tener prejuicios que convertirlos en ofensa o, peor, en método de repudio colectivo».
Algunos razonan sosteniendo que «hay derecho a ofender», y que por ende «no me canceles porque te diga algo homófobo o racista, porque me voy a ofender». Pues estos cobardes se ofenden cuando la réplica se organiza. Al final, pareciera ser que partidos como el Partido Republicano de Estados Unidos están mucho más preocupados por la sexualidad de los demás que por el genocidio de Putin en Ucrania.
Ha quedado claro el momento de hipocresía que se transita en la política, puesto que hoy para algunos «ser dictador» consiste en molestar con mascarillas, y ser «antidictador» es determinar los dibujos animados que ven los niños de los demás, decidir qué libros pueden leer y estar fascinado con déspotas invadiendo países y masacrando civiles.
Algo similar sucede cuando vemos que del mismo lado en que se ignoran los incontables abusos a menores de edad se enarbola una moralina que sostiene que al educarlos se los «sexualiza»: no se cuida a los niños, sino a las cabezas de las religiones que están por encima de los niños y del Estado. En esta cruzada, el expediente moral es colocar en una caja de conspiración “woke” todo lo que un dios interpretado no quiere.
Claramente, parece que muchos han confundido el derecho de propiedad con ser dueños de la vida ajena. Actualmente, la idea de “despertar” o lo que conocemos como “cultura woke”, se enmarca en que una parte de la población exponga que la gloria del pasado tiene manchas oscuras como el racismo, la misoginia o la homofobia, para muchos es un ataque a las bases de la sociedad, reconociendo así el punto de vista woke de que esas bases no eran tan prístinas.
Los métodos de las consignas que caen bajo este apelativo se podrían discutir, pero que la sociedad que resiste reacciones ante la idea de un despertar y el cuestionamiento de los ídolos del pasado, que sean incapaces de aceptarlos con sus defectos y deban en cambio privarlos de la crítica y considerarlos inmaculados, habla de una debilidad de la posición y termina por ser la prueba viviente de que el movimiento woke tiene un punto de partida firme en su planteo. Tal vez lo opuesto al “wokeness” (despertar) es el “darkness” (oscuridad).