Vemos solo una porción ínfima del mundo que nos rodea y solemos razonar sobre esa escasa información que tenemos disponible en la mente. Este “pequeño error” tiene consecuencias en casi todas las dimensiones de la vida, desde lo que nos fascina y nos sorprende, a lo que nos asusta, al amor y al fútbol. Si es que no son todas distintas expresiones de lo mismo…
A todos nos pasó alguna vez que hablamos de alguien a quien vemos muy raramente y justo al día siguiente, ¡zas!, nos lo cruzamos por la calle. El encuentro parece mágico. Una casualidad del orden de lo imposible. La evidencia no disponible en este caso consiste en la enorme cantidad de veces que esto no ha sucedido. Es decir, hablamos de alguien a quien no solemos ver y al día siguiente… no nos lo cruzamos. Como hay tantas cosas improbables, la probabilidad de que alguna de ellas ocurra termina siendo bastante alta. Pero sólo vemos lo que está servido en la mesa, y entonces la coincidencia nos resulta sorprendente, casi increíble. Otro ejemplo: cuando oímos hablar de una enfermedad, la probabilidad de contraerla en el universo acotado de la evidencia disponible se magnifica y, por lo tanto, el miedo a padecerla aumenta.
La ceguera parcial es una causa recurrente de los desacuerdos que resultan en incomprensiones, confabulaciones, enojos y disputas. Y en el centro de esta ilusión está el fútbol y, claro, los mundiales.
En 8 de Julio de 1990, Edgardo Codesal Méndez sacó una tarjeta roja más que rigurosa a Pedro Monzón expulsando por primera vez a un jugador de una final del mundial. Minutos después, se le escapó un penal que el mismísimo Lothar Matthäus le hizo a Calderón y, para terminar la estafa, luego sí cobró una entrada que nadie vio de Roberto Sensini a Rudi Völler. “Fue penal”, dijo el árbitro y ni siquiera Sergio Goycochea, con todas sus letras vascas que llenaban el arco, lo pudo atajar.
Cuatro años después nos cortaron las piernas. Y cuatro años después perdimos porque lo expulsaron, sobre la hora, al Burrito Ortega y eso animó a los holandeses que venían diezmados a lo imposible y a ese pase interminable que voló media cancha y aterrizó en el área chica, donde se le escapó al Ratón Ayala y Dennis Bergkamp clavó con una fortuna inédita.
En 2002, en Japón nos cobraron el penal contra los ingleses, el fuego de Sapporo fue el reflejo de todas las injusticias económicas del mundo y luego los suecos jugaron a ser Ingmar Bergman y en una serie de casualidades el equipo de Bielsa no pasó a segunda ronda. Luego de esos años en los que nos ocupamos de nosotros mismos vuelve Alemania, y otra vez Alemania.
En 2006 ya con el genio incipiente esperando que Pekerman le diera entrada, y con el gol de Roberto Ayala que nos llevaba directo a los cuartos, los alemanes hicieron lo que hacen. Falta insulsa (que, por supuesto, no había sido, una de las tantas que el árbitro le regaló a Alemania) que va otra vez al corazón del área. Empate. Y luego la famosa libretita en la que tenían anotados todos nuestros vicios y predisposiciones para amainar la angustia del arquero frente al tiro penal. Y encima nos habían destrozado al Pato Abbondanzieri, también de apellido largo y abundante en letras como mandaba Fontanarrosa. Y así la artesanía volvió a chocar con la máquina “enigma”. Como en la pelea entre el poeta del orden y el del desorden, en el Hombre que fue Jueves, de Chesterton.
Y cuatro años después, otra vez Alemania. Esta vez a falta de un genio en pleno brote de iluminación, eran dos. Uno jugando, otro sentado. Fue demasiado. Decía Eduardo Galeano que no hay que ofender a los dioses. Y, como Ícaro, nos estrellamos. El primer gol fue un calco del que habían hecho cuatros años atrás, un centro de cincuenta metros, una cabeza y una red. Los otros tres ya no los recuerdo.
Cuatro años después, otra vez Alemania. Los mismos. Otra vez en la final con todo a nuestro favor. Teníamos envido como para echar la falta, el as de espadas y el de basto, no nos faltaba nada. Y jugamos un partidazo. A los diez minutos Manuel Neuer salió con las dos rodillas en un golpe de Karate Kid a destrozar la jeta de Gonzalo Higuain. El árbitro Nicola Rizzoli, considerado según Wikipedia como uno de los mejores silbantes italianos, no vio nada. Ni penal, ni expulsión. Y así pasaron los minutos, hasta que Rodrigo Palacio quedó solo delante de Neuer. Pero, amedrentado por la presión histórica de tanta mufa y tanto robo, o quizás por la imagen incipiente de la mandíbula de Higuain, no supo si tirarla por arriba o por abajo y la Argentina hoy se sigue debatiendo. Y minutos después Göetze, ¡un Mario!, invento efímero de Guardiola, sacó de la galera un truco más brasileño que teutón y ahí otra vez, de golpe y sin aviso, se acabó la historia.
Quiero a Lineker muchísimo. Por lo que fue y por lo que lo quiso a Messi y a Maradona. Quiero a la gente con buen gusto. Pero aquella frase que dijo al pasar (“El fútbol es un juego simple que inventaron los ingleses en el que juegan 11 contra 11 y siempre gana Alemania”) nos condenó mucho más de lo que hubiese imaginado. Encima cada vez que perdemos con Alemania -que es siempre- me escribe Sidney Strauss, mi amigo más longevo con ya más de noventa años, para consolarme, pero sobre todo buscando consuelo. Y yo siento que le fallamos otra vez. Malditos poetas del desorden. Maldito Chesterton.
Este breve recuerdo de veinte años de sufrimiento en veinte líneas está lleno de imprecisiones. No porque no haya pasado cada una de las cosas que cuento sino porque no están todas las otras. Las que no anoté, las que no me parecieron injustas ni desafortunadas. Toda la evidencia que no está disponible ni en mi memoria y en mi mente.
El sesgo de disponibilidad hace que los hinchas sobrevaloremos las injusticias o los infortunios que sufre nuestro equipo, ignorando aquellas en las que la decisión arbitral nos favorece. Eso hace que nos sintamos víctimas de una conspiración.
Y para salir un rato del Mundial, que parece imposible, pero es a la vez necesario, otro ejemplo, que muchos reconocerán: ¿quién se ocupa de las cosas en casa? ¿Qué porcentaje hace cada uno? Resulta que todos creen hacer más de lo que en realidad hacen. Es decir, si se suma el porcentaje de las contribuciones que cada uno cree que hace el total es mucho más que el 100%. Tenemos un registro magro de las barreras, golpes y vientos cruzados que enfrentan los demás, porque no forman parte de la evidencia disponible. En el razonamiento, en la memoria, en el amor, en la vida y, por supuesto, en el fútbol.
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