Donald Trump candidato: ¿Qué viene ahora?

En su residencia de Mar-a-Lago, junto al candidato que era proclamado, vimos a un caudillo, alrededor de quien se había creado o al menos cristalizado un movimiento

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Donald Trump anunciando su candidatura a la Casa Blanca en 2024 en su resort en Mar-a-Lago, Palm Beach (REUTERS/Jonathan Ernst)
Donald Trump anunciando su candidatura a la Casa Blanca en 2024 en su resort en Mar-a-Lago, Palm Beach (REUTERS/Jonathan Ernst)

Desde hace algún tiempo me ha acompañado la idea que la política de Estados Unidos se ha latinoamericanizado (*), en el sentido que ha perdido características de diálogo, bipartidismo, negociación, para reemplazarlas por polarización, aceptación selectiva de la violencia, descalificación mutua y casi imposibilidad de llegar a acuerdos, ya que tanto progresistas como conservadores piensan que la totalidad de la culpa es del otro, con fuertes dosis de auto atribuida superioridad moral sobre el rival.

Y en las urnas, la emoción compite con la razón, y el relato se impone sobre los hechos. Las elecciones en vez de ganarse o perderse, comenzaron a “explicarse”.

No es que haya influencia directa o imitación, solo pretendo llamar la atención sobre la presencia de características muy familiares al sur del Río Grande, y más allá de aquellos que se van a escandalizar al considerar ofensiva la comparación, permite advertir los riesgos y cuán difícil es para toda sociedad enmendar rumbos, una vez que ocurren estos procesos, ya que ninguna pretendida “excepcionalidad” puede salvar a EEUU de ser afectada, si es que no logra reaccionar a tiempo.

Lo noto también cada vez que hablo o escribo sobre el tema, el tipo de pasiones que despierta y las fuertes reacciones a favor y en contra, que me hacen caer más de alguna vez en alguna forma de autocensura, incluyendo con gente cercana.

Al menos para mí, el tema ha regresado convincentemente con todo lo que ha rodeado la proclamación de Donald Trump. En su residencia de Mar-a-Lago, junto al candidato que era proclamado, vimos a un caudillo, alrededor de quien se había creado o al menos cristalizado un movimiento, que había pasado a dominar uno de los dos partidos ejes del país, en este caso, el republicano, y a cuya figura se había acercado un grupo numeroso de personas muy leales, logrando atraer incluso a aquellos que, hasta su aparición, habían sido renuentes a votar.

A partir de su sorpresivo triunfo electoral del 2016 adquirió una fuerte presencia internacional, movimiento que no fue inventado por él. No fue el primero con esas ideas, pero si fue muy exitoso en aparecer como una superación de la vieja alternativa, presente desde la revolución francesa del s. XVIII, la de derechas versus izquierdas, para ser reemplazada por patriotas versus globalistas.

Antes de que se transformara en candidato republicano, Trump había apoyado causas demócratas y, de haberlo querido, pudo haber sido candidato presidencial del pequeño partido de los reformistas, que había dado una fuerte pelea con Ross Perot, probablemente decisivo en la elección de Clinton en 1992, al quitarle como tercer candidato muchos votos a la reelección de Bush (padre).

Junto al triunfo de Trump, el 2016 se inaugura una época de confrontación que contribuye a modificar hasta hoy las características del sistema político estadounidense. No solo Trump, su forma de ser, sus propuestas y su actitud frente a las instituciones y la manera de ejercer el poder. También su oposición, lo que se hace contra su gobierno, incluyendo las dudas que se instalan hasta el día de hoy sobre la legitimidad de esas elecciones, y la existencia de una “trama rusa” que incluiría al mismo Putin y que ha estado presente desde entonces en la política estadounidense, un antecedente para lo que vendría a continuación.

En otras palabras, no solo existe lo que Trump trajo consigo, hizo o dejó de hacer, sino el profundo cambio para su oposición, con todo lo que se hizo en contra suya. Fue la puerta que se abrió y no se ha podido volver a cerrar. La que abrió Trump, pero también la forma en que se actuó en su contra. Un antes y un después, que Estados Unidos no ha logrado superar, y, todo lo contrario, se acrecentó con la negativa a reconocer el resultado de las elecciones del 2020.

Una polarización muy fuerte con una visión antagónica no solo de las alternativas del presente, sino también del pasado y del futuro, manifestada como guerra cultural, y que se parece al día de la marmota, en su repetición de argumentos y posiciones, forma de ver al mundo que incluso se trasladó a la forma en que se opera contra los rivales al interior de ambos partidos, con el wokismo en un extremo de los demócratas y el negacionismo, entre los republicanos.

Donald Trump (REUTERS/Jonathan Ernst)
Donald Trump (REUTERS/Jonathan Ernst)

El proceso ha ido acompañado con otra característica muy presente en la América Latina como es una fuerte personalización, donde la figura del y la lealtad al líder supera a los argumentos a favor o en contra. El compromiso es personal más que ideológico o doctrinario, perdiéndose al mismo tiempo el compromiso con las instituciones y el respeto a ellas.

No solo la razón de ser de la república misma se ve afectada sino también la propia esencia de la democracia que es dialogar y reconocer al otro como un igual, no como enemigo. Se agrega la naturalización de la violencia en un lenguaje que descalifica al adversario, no le reconoce nada y le echa la culpa de todo lo que ocurre, degradándose no solo el lenguaje, sino también la convivencia a través de la cancelación del que piensa distinto, incluyendo o partiendo en las universidades.

La situación se hizo más grave, ya que no cumplió su rol la institución que pudo volver a poner en las márgenes y no en el centro a estas posiciones, cual lo es un buen sistema de medios de comunicación, lo que sorpresivamente ha fallado. En efecto, lo que enorgullecía a Estados Unidos y era un ejemplo para el mundo, brilla hoy por su ausencia, toda vez que el clima de polarización ha arrastrado a los medios de comunicación tradicionales, los que pasaron a engrosar este clima sesgado, siendo percibidos hoy como parte del problema y no de la solución.

Ello estuvo presente también en la propia autoproclamación que hizo Trump el martes 15, donde apenas terminado el discurso, se volvió al viejo libreto de aplaudir en exceso o suponer intenciones sin motivo, como si no hubiera mayor diferencia con las redes sociales.

En lo personal había quedado contento con lo que a mi juicio era el mandato de los electores en la jornada del día 8 de noviembre, ya que el virtual empate en la suma de las variadas elecciones que tenían lugar ese día, llamado de medio termino por coincidir con la mitad del mandato presidencial, entregaba lo que a mi juicio era algo muy bueno: la obligación que actuaran elementos tan propios de la democracia, como era dialogar con el marco de instituciones, que como la propia Constitución, eran más que bicentenarias.

En otras palabras, el mensaje del electorado parecía ser un llamado a que los representantes electos buscaran acuerdos que reemplazaran la división y el conflicto. Sin embargo, lo que ha ocurrido a continuación es una campanada de alarma, ya que todo parece indicar noches de cuchillos largos al interior de los partidos, buscando no solo resolver las diferencias, sino marginar a los que opinan distinto.

A Estados Unidos se le abre una bifurcación. Un camino es vicioso, otro virtuoso. Una opción es continuar por un camino de confrontación, donde pocas sociedades han sido capaces de sobrevivir sin cicatrices, o, por el contrario, optar por el camino de la democracia y la república, la institucionalidad que permite la superación pacífica del conflicto propio de toda construcción humana.

Estamos iniciando un proceso electoral, donde nadie tiene derecho a cancelar a otros, por lo que la presencia de Trump es legítima y no debe ser dejado afuera por secretaría, como también este debe partir por aceptar el marco institucional y electoral propio de EEUU, el que lo legitima a él, por lo demás. No hay ni debiera haber, auto atribuida superioridad moral previa de unos sobre otros, sino que decidan los votantes, quien queda adentro o afuera.

El objetivo de la política es el poder, pero este es mucho más que obligar a otra persona a hacer algo que de otra manera no haría. En una buena democracia, el poder es siempre relativo y transitorio; es útil mientras sea respetado y no sea socialmente censurado, por lo que la muestra máxima de poder se da cuando no hay necesidad de reprimir al que disiente, por aquel que así no tiene necesidad de esforzarse demasiado para obtener respeto y legitimidad.

Esa es la ventaja de la democracia y de la institucionalidad de la república, exactamente lo que Estados Unidos parece estar olvidando o perdiendo, y al cual se le abre la oportunidad de recuperar, para mejorar el experimento que a partir del siglo XVIII tuvo un resultado tan exitoso. Todo debiera partir por dialogar con buena fe y respeto mutuo, es decir, conversar hasta que duela, aislar a los violentos en lenguaje o actos. Generar acuerdos, ya que de eso se trata la política, al menos la democrática, la que respeta los derechos humanos. En ese mismo sentido, hablaron los electores el 8 de noviembre, ahora falta que obedezcan los representantes y, por cierto, quienes aspiran a la Casa Blanca.

La oportunidad existe y ello lo necesita no solo esa exitosa construcción llamada Estados Unidos, sino también su rol cono superpotencia, ya que, para conservarlo, cuando hay tantos desafíos, necesita de unidad interna, de un horizonte compartido, el cual por definición debe primero superar la casa dividida que hoy existe, para poder volver a conducir al mundo en tiempos turbulentos. Y de eso se trata en definitiva la política, del aprendizaje social acerca de lo que es importante y trascendente para la vida organizada de la sociedad.

(*) ver La latino-americanización de Estados Unidos, publicada el 3 nov 2022, en Infobae.

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