Venezuela, entre la cárcel y el exilio

Siete millones de venezolanos se han visto forzados a desplazarse porque en su tierra no encuentran un Estado que les brinde seguridad, servicios públicos, salud, educación, justicia y equidad. Mientras la dictadura continúe, habrá migración

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La migrante venezolana María Valdez, de 31 años, posa para una foto con sus hijos Yoimairy, de 9 años, y Darién, de 1 año, mientras esperan para tramitar sus documentos en el centro de servicios fronterizos entre Ecuador y Perú, antes de continuar su viaje, en las afueras de Tumbes, Perú (REUTERS)
La migrante venezolana María Valdez, de 31 años, posa para una foto con sus hijos Yoimairy, de 9 años, y Darién, de 1 año, mientras esperan para tramitar sus documentos en el centro de servicios fronterizos entre Ecuador y Perú, antes de continuar su viaje, en las afueras de Tumbes, Perú (REUTERS)

Exiliarse es de las experiencias más duras que pueda vivir un ser humano. Recuerdo que en el libro “Los desterrados”, de Alfredo Molano, se describe el exilio como el miedo que los marineros antiguos le tenían al abismo, como esa especie de sensación llena de incertidumbre parecida a la que tuvieron los colonos en las sociedades de la montaña. Escritores exiliados como Díez-Canedo lo describían como eso a donde todo lo llevas contigo: tú, que nada tienes, porque todo te lo arrebataron. El exilio es que te muevan el piso por completo, es un giro de 180 grados no solo para el exiliado, sino para su familia. Es aquello que amerita refundarte, reformarte o reformatearte por completo en solo algunos días, con el peso que significa cargar una herida abierta que es el sufrimiento de dejar tu país y todo lo que esto conlleva, por el solo hecho de no encontrar protección o garantías para tu vida.

El exilio es precisamente lo que se han enfrentado 7 millones de venezolanos que han salido de nuestro país. Es cierto que no todos son víctimas de persecución política, pero todos son sujetos que requieren protección internacional, porque precisamente han perdido la protección en su propio país. Se han visto forzados a desplazarse porque en su tierra no encuentran un Estado que les brinde seguridad, servicios públicos, salud, educación, justicia y equidad. Es decir, condiciones de vida digna. Huyen de un infierno en el que levantar la voz y ejercer el derecho legítimo a la protesta puede significar, en el mejor término, el exilio; y en el peor, la cárcel o incluso la muerte. Un país donde estar preso equivale a estar enterrado vivo, porque los tratos más inhumanos que el mundo creía borrados de este planeta, como las descargas eléctricas, las asfixias y la privación de alimentos y agua, se han hecho una condición obligatoria dentro de las mazmorras que dirige Nicolás Maduro.

La vida se hace más injusta si a ese morral tan pesado del exilio se le suma la carga que significa ser recibido con desdén y sin la empatía que tu dolor merece. Es más punzante la herida del exiliado si ve que afuera no se comprende el cáncer que lo consume por dentro, si ven que se hacen odios sordos a los llantos de auxilio. El exilio es más doloroso si te ponen barreras y restricciones para impedir que acampes en un refugio; si te instrumentalizan políticamente y si comienzas a apestar por el solo hecho de tu acento o porque el salón se llenó y no hay más cupos disponibles. Esa es la historia de muchos venezolanos que se han visto obligados a huir de nuestro país a causa de la peor dictadura que haya conocido este hemisferio en tiempos recientes.

Venezolanos que hoy emprenden un viaje por el Darién sin la certeza de que vivirán para contarlo, porque este territorio pasó de ser una selva a un cementerio, donde los cadáveres no son enterrados sino arrastrados por las fuertes corrientes de unos ríos que se desbordan en la misma medida en que se desbordan las lágrimas de quienes lo transitan.

Al llegar a Estados Unidos, después de haber arriesgado sus vidas y dejar todo en Venezuela, se exponen a la prisión o la deportación. Según la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP) de Estados Unidos, solo este año más de 180.000 venezolanos han sido detenidos por violar leyes migratorias norteamericanas. Las detenciones de connacionales pasaron de 5.279 en mayo, a 17.811 en julio y 33.961 en s eptiembre. Esta situación nos habla de la intensidad del flujo migratorio, pero también de la desesperación que embarga el alma de los migrantes venezolanos.

Aunque la nueva normativa de Estados Unidos prevé el ingreso de 24.000 venezolanos, a través de un programa que facilita la entrada por vía aérea y avalada por un patrocinador, también es cierto que es un número insuficiente como respuesta al éxodo masivo. Razón por la que muchos seguirán exponiendo sus vidas, a través de rutas irregulares controladas por grupos delictivos, con el agravante de que si son capturados serán deportados. Es decir, muchos seguirán engordando la historia trágica de su exilio.

Como venezolano y exiliado me duele lo que ocurre con cada migrante. No pedimos sino un trato digno y la comprensión de que los venezolanos no son migrantes comunes, son refugiados. Merecen un estatus de protección internacional, porque han sido desterrados de su patria, y peor aún, porque sus vidas no tienen garantías bajo la dictadura de Nicolás Maduro. En este sentido, deportar venezolanos es incumplir con el principio internacional de no devolución, es actuar en contra del derecho internacional humanitario. Y más allá de eso, no es cónsono ni recíproco con la política que durante todo el siglo XX se ejecutó en Venezuela, donde recibimos con los brazos abiertos a miles de migrantes que hicieron de nuestro país su segundo hogar.

Los países deben revisar su política migratoria frente al drama venezolano. Entendemos la carga presupuestaria que significa regularizar a un éxodo de esta magnitud, más cuando la comunidad internacional no está cumpliendo a cabalidad con sus compromisos financieros, pero restringir, deportar y cerrarle las puertas a los migrantes, no va a desincentivar el flujo migratorio. Solo harán más pesado el morral del exilio. Por eso no solo hay que revisar las políticas migratorias, sino toda la política integral sobre Venezuela. Estas medidas apenas representan paños de agua tibia para un fenómeno más complejo, son un balde de agua en un océano. En la medida en que la dictadura de Maduro siga enquistada en el poder, no habrá mejora de las condiciones de vida de los venezolanos y, por tanto, la migración deja de ser una opción para ser una única vía de escape del infierno que representa el régimen dictatorial.

Mientras la dictadura continúe en Venezuela, habrá migración. Como la ha habido todos estos años en Cuba. Es errado pensar que entregarle recursos a un régimen corrupto aliviará la crisis social y con ello se contendrá la migración. La salida sólo pasa por construir un nuevo momento de fuerza política, que permita articular la presión nacional y la internacional en simultáneo para así lograr que las elecciones de 2024 cumplan con las garantías democráticas mínimas y conduzcan al cambio político que traiga de vuelta la democracia, la prosperidad y los DD.HH. para los todos los venezolanos.

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