A raíz de mi texto, “La Carta Democrática en Perú”, participé en un debate sobre la crisis política de dicho país organizado por el International Institute for Democracy. En un vibrante intercambio, escuché a opositores a Pedro Castillo convocar a “las calles y hacer un paro nacional indefinido” hasta que se vaya el gobierno. El punto quedó dando vueltas en mi cabeza.
En efecto, se ha llamado a una movilización para el 5 de noviembre en el centro de Lima. Denominada “Reacciona Perú”, tiene por objetivo inducir al Congreso a acelerar los procesos de acusación constitucional, vacancia o suspensión del presidente. Los organizadores destacan que se trata de una marcha de la sociedad civil exclusivamente, que no tiene nada que ver con la política y que no participan políticos.
Difícil de concebirlo así. Es que se repite un patrón de la historia del país: la búsqueda de la destitución presidencial anticipada, movilizando a un sector de la sociedad, subráyese un sector, para inferir de dicha muestra la voluntad anti-oficialista de la mayoría. Una falacia lógica y política, no solo estadística, normalmente estos métodos pseudo plebiscitarios incluyen violencia y una buena cuota de vandalismo.
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Ocurre que la calle funciona solo como megáfono, jamás debe tomarse como mecanismo de representación. Cualquier aparato político mínimamente estructurado moviliza, unas pocas decenas de miles generan el espejismo de ser millones. En democracia, sin embargo, los millones se cuentan dentro de las urnas la noche de un domingo electoral. Y solo vale el último de ellos, aún si dicho voto es necesario para definir quién es el presidente. Solo la democracia es representativa; en tanto sea también electoral.
Hay que regresar a la primera presidencia de Alan García, 1985-90, para encontrar un primer mandatario peruano que terminara su período de acuerdo al calendario, sin vacancias ni acusaciones, o que no fuera luego procesado judicialmente (aunque García fue procesado a posteriori de su segundo período, 2006-11). La inestabilidad es por ello estructural, sugiere que todos los cargos que hoy se le puedan formular a Castillo también se aplicarían, por lógica, a quienes los formulan.
Las recurrentes crisis políticas en Perú, ahora con Pedro Castillo en la presidencia, van más allá de dicho caso. Ilustra un problema grave de la democracia en América Latina: la degradación de la institución presidencial, la destitución del presidente antes de la conclusión de su mandato. Aquí lo he llamado “hipo-presidencialismo”.
No es que el presidencialismo se haya flexibilizado con fórmulas semi-parlamentarias, sino que se ha generalizado la costumbre de buscar la destitución del presidente según preferencias políticas. Ocurre a ambos lados del abanico ideológico por medio de lo que Pérez Liñán llamó “coaliciones callejeras”. Un lúcido término que subraya que la voluntad política se organiza ad-hoc, siendo viable para desestabilizar mas no para construir.
Dicha estrategia de desestabilización la han sufrido recientemente Piñera en Chile, Duque en Colombia, y Moreno y Lasso en Ecuador, entre otros, habiendo sido capaces de sobrevivir paros, movilizaciones y vandalismo organizado. Agréguese a De la Rúa en Argentina, Sánchez de Losada en Bolivia, Mahuad en Ecuador, Zelaya en Honduras, Rousseff en Brasil y Lugo en Paraguay, entre otros, quienes abandonaron la presidencia antes de término.
La muestra indica lo poco que importa la orientación ideológica del presidente destituido. La profundización del canibalismo político en toda la región ha hecho de la inestabilidad presidencial un dato sistémico.
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El caso de Colombia en los últimos dos años es elocuente. En 2021, Duque sufrió el paro, los ataques de la primera línea, el vandalismo, y la violencia urbana y rural con el objetivo de provocar su caída. No obstante, llegó al final de su mandato y entregó el poder a Petro en agosto pasado, quien ahora sufre protestas y movilizaciones similares. No ha habido violencia entre los anti-petristas, pero sí se escuchan los cantos y se ven los letreros con el “fuera Petro”.
Concibo el término “hipo-presidencialismo” como imagen especular de un fenómeno igualmente nocivo: el “hiper-presidencialismo”. El concepto describe un sub-tipo que se deriva de una institución, el presidencialismo, que fusiona el Jefe de Gobierno con el Jefe de Estado, lo elige de manera directa, le otorga capacidad de legislar y le concede desproporcionados vetos y prerrogativas. Pues si dichas atribuciones se abusan, aumentará la discrecionalidad del Jefe del Ejecutivo.
Si los abusos se hacen hábito, se institucionalizan. Con ello se pierde la neutralidad jurídica, se diluye la noción de igualdad ante la ley y se erosiona la separación de poderes. El Estado de Derecho se debilita, la línea que separa la democracia de la autocracia se hace difusa. Obviar al Congreso, cooptar el Poder Judicial, intimidar a la prensa, capturar a la autoridad electoral y aún reformar la constitución en beneficio propio se hace normal. La resultante es la perpetuación en el poder.
Si los hipo-presidentes se van antes de lo estipulado, los hiper-presidentes se quedan en el poder más de lo debido. En el hipo-presidencialismo la democracia se erosiona por ausencia de autoridad presidencial e incertidumbre temporal. En el hiper-presidencialismo ocurre por exceso de dicha autoridad, la democracia se transforma gradualmente en autocracia con elecciones, además plagadas de opacidades.
Ambos sub-tipos destruyen la institución del calendario, esencial en el presidencialismo, y con ello la democracia. Son realidades especulares y complementarias en esta ingobernable América Latina de hoy.
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