En medio del drama de la invasión rusa a Ucrania y la inquietante retórica nuclear, sorprende recordar que sólo han transcurrido treinta años desde que, en 1992, Francis Fukuyama publicó su recordado “Fin de la Historia”.
Una eternidad parece separarnos de aquel tiempo, cuando una ola de optimismo recorría el mundo tras la caída del Muro de Berlín, el colapso de los oprobios del comunismo y el fin de la confrontación de la bipolaridad.
En la cúspide de su poder, los Estados Unidos emergió como única superpotencia a escala global inaugurando una era unipolar. Con una superioridad militar abrumadora -como consecuencia del drástico recorte en el gasto de Defensa ruso- Washington era ahora una “hiperpotencia”, de acuerdo a los términos empleados en 1999 por el ministro de Exteriores francés Hubert Vedrine para describir a una nación que era dominante en todas las categorías del poder.
Propios y ajenos suponían que la Historia había llegado a su fin. Convencidos de que los EEUU poseían el mejor régimen político disponible en este mundo, un inmenso poder económico y la idea de que el Soft Power occidental tiene un atractivo insustituible, el resto de la humanidad seguiría sus pasos en búsqueda de prosperidad. En lo sucesivo, la paz y la seguridad internacional no serían garantizadas por el equilibrio de poder, sino por la aceptación de la supremacía democrática y de la economía de mercado a imagen y semejanza de los EEUU.
En ejercicio de una hegemonía benevolente, los EEUU habían llegado a su esplendor. Pero cuando las promesas de una Pax Americana parecían destinadas a su apogeo, llegó el 11 de septiembre. Por primera vez, el país más poderoso de la Tierra fue atacado en su territorio continental. Provocando una conmoción de alcance global y dando inicio al tiempo histórico en el que vivimos.
La atrocidad terrorista demostró hasta qué punto vivíamos en un mundo peligroso, profundamente desigual y potencialmente explosivo. En el que aún la nación más poderosa era al mismo tiempo omnipotente y totalmente vulnerable.
El 11 de septiembre implicó el primer gran golpe al “Nuevo Orden Mundial” surgido una década antes. Y probó que la globalización también significaba que ningún continente era completamente insular. Poniendo en entredicho la base misma del espléndido aislacionismo norteamericano, surgido a partir del hecho de ser la nación más favorecida de la historia. Bendecida por la geografía con dos inmensos océanos que la habían mantenido aislada de los conflictos europeos y asiáticos durante dos siglos.
Respondiendo a una agenda altruista -pero virtualmente imperial- e imbuidos por una suerte de “destino manifiesto”, los neoconservadores que dominaban la Administración Bush (h)-Cheney estaban convencidos de que los EEUU no eran una nación más, sino recipiendarios de un deber moral que implicaba desplegar una cruzada civilizatoria. La que los llevaría a impulsar la política exterior más intervencionista de toda su historia, comenzando por Afganistán y siguiendo por Irak.
Motivado por buenas intenciones, pero actuando de manera unilateral, sin aprobación del Consejo de Seguridad, George W. Bush se entregó a una guerra preventiva con el fin de provocar un cambio de régimen derribando a Saddam Hussein. Acaso embebido de un exceso de Hubris, creyendo posible fundar la primera democracia del mundo árabe, un ejemplo que según sus designios no tardaría en expandirse. Una hipótesis que se probaría dramáticamente equivocada.
Algunos realistas recordaron cómo se había dejado pasar una oportunidad. El terrorismo había hermanado a Rusia y los EEUU. En un tiempo en que Moscú recién salía de los traumáticos años noventa, cuando aún el boom de los commodities no se había producido. Cuando Putin desoyó a los halcones del Kremlin quienes pretendían “devolver las gentilezas” de cuando Occidente aprovechó su debilidad para expandir la OTAN.
Pero la cooperación entre Washington y Moscú se agotaría al poco tiempo. Mientras, al otro lado del mundo, resurgían los nacionalismos. China y Rusia comenzaron a resistir lo que creen es una pretensión norteamericana de moldear la totalidad del sistema global en torno a su propia naturaleza.
Para entonces se había producido una alteración fundamental. Mientras Moscú experimentó un traumático desplome y un cambio de estatus internacional, los amos de Beijing vieron cómo superaban el feudalismo hasta convertirse en la segunda potencia económica mundial. Como consecuencia de la más extraordinaria modernización económica de la historia reciente. Gracias a las reformas capitalistas introducidas desde 1978 por ese diminuto gigante que fue Deng Xiaoping. Las que en sólo cuatro décadas conseguirían dejar atrás el largo siglo y medio de humillación nacional iniciado en las Guerras del Opio.
Al punto de convertirse en una verdadera amenaza geopolítica en los términos de una versión moderna de la Trampa de Tucídides. Por la sencilla razón de que a diferencia de la ex Unión Soviética, China es económicamente eficaz. Obligando a ensayar aproximaciones creativas ante la nueva realidad.
Tal como afirmó Josh Hammer en Newsweek, cuando escribió que -guste o no- el mundo unipolar ha terminado y que el escenario ofrece una analogía con el de una nueva Guerra Fría. En la que sería prudente procurar una alianza disuasiva de naciones asiáticas para contener los avances chinos al estilo de los Acuerdos de Abraham que enlazaron a Israel con diversos países árabes frente a Irán. Al tiempo que insinuó que -una vez que culmine la guerra de Ucrania- se debería buscar una forma de reencausar las relaciones con Rusia siguiendo el ejemplo audaz de Richard Nixon al atraer a China en 1972, ahora con el objeto de contrabalancear el ascenso de Beijing.
Así las cosas, tal vez como nunca este aciago año 2022 nos enseñe en qué medida vivimos el fin del orden global surgido hace tres décadas. Cuando de pronto, la geografía y la Historia parecieron tener su revancha, exponiendo las limitaciones objetivas de las instituciones multilaterales como las Naciones Unidas. Y cuando las acotaciones a ese mundo posmoderno e idílico forjado en torno a la vigencia de los Derechos Humanos, el respeto al derecho internacional y la inviolabilidad de las fronteras soberanas quedaron a la luz.
Al tiempo que las amenazas nucleares parecen haberse vuelto moneda corriente en la retórica de los principales líderes de este mundo. Al extremo que el Presidente Biden afirmó que el riesgo de un “Armagedón nuclear” está más cerca que nunca desde la Crisis de los Misiles de octubre de 1962.
Tan temprano como en 1994, en su monumental obra Diplomacy, Henry Kissinger explicó que los norteamericanos tendrían que aceptar que en el futuro serían primus inter pares pero no dejarían de ser una nación como otras. Cuando adelantó que el excepcionalismo norteamericano, base indispensable de la política exterior wilsoniana, se transformaría en un insumo poco probable en el Siglo XXI. Una circunstancia que no debía ser interpretada como una humillación o un síntoma de decadencia nacional. Dado que durante la mayor parte de su historia, los EEUU fueron una nación entre otras y no una superpotencia preponderante, por lo que el surgimiento de otros centros de poder en Europa, Japón y China no debía alarmar a Washington. En una palabra, advirtió que los EEUU no podrían dominar el mundo, pero tampoco podrían retirarse de él.
Lejos de las esperanzas de 1989/91 y las invocaciones al Fin de la Historia, así se desenvuelven las relaciones triangulares del mundo actual. Un escenario que muestra cómo Washington se enfrenta simultáneamente con Beijing y Moscú, mientras éstas parecen asociadas en su rechazo a lo que visualizan como pretensiones hegemónicas de los EEUU.
Al extremo de que uno de esos tres protagonistas considera que el orden mundial surgido del fin de la Guerra Fría contiene dosis de ilegitimidad mayores intolerables. Con el agravante de tratarse del poseedor de un arsenal nuclear solo comparable con el norteamericano. Para quien, a sus ojos, el tipo de orden global post-1991 se parece más al del Tratado de Versalles que al del Congreso de Viena. Al punto de iniciar una aventurera política revisionista que pone en entredicho el sistema de reglas westfaliano que es la base misma del orden formado por estados soberanos.
Mientras China se encamina a celebrar el XX Congreso del PCCH en el que Xi Jinping busca eternizarse a través de un tercer mandato consecutivo sin precedentes al frente de la República Popular. Una pretensión personalista nunca vista desde tiempos de Mao que es legitimada a través de una creciente prédica anti-norteamericana.
Una perspectiva de un horizonte en el que es virtualmente imposible alcanzar acuerdos mínimos en torno a comunes amenazas como el riesgo nuclear, el terrorismo, el cambio climático, las pandemias y las guerras comerciales.
En definitiva, hoy -igual que ayer y como siempre- el mundo se nos presenta tal como es. A menudo tan diferente de cómo quisiéramos que fuera. Y frente al cual las aspiraciones para el mantenimiento de la paz y seguridad internacional suelen estar mejor atendidas a través de una lectura realista de los tiempos que nos toca vivir. En el que las más elevadas convicciones morales chocan con los límites de lo posible.
* Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.