Conversamos todo el tiempo con nosotros mismos. Basta con quedarse tres segundos solo para que empiecen a resonar en nuestra cabeza voces improvisadas que nos hablan sobre lo que tenemos que hacer al día siguiente, sobre la persona que amamos, la que nos ha dejado o a la que hemos dejado, el examen que se avecina o la conversación que acabamos de tener antes de subir al ascensor y en la que nos habría gustado decir algo que no dijimos.
Nadie nos ha enseñado nunca a ser viajeros en nuestra propia mente y, por eso, cuando está librada a su propio albedrío, tiende a converger repetidamente en lugares obsesivos. El que ha sufrido los celos tiende a quedarse atrapado en ese modo cuando luego establece una nueva relación. El que ha sentido mucho enojo ve el mundo siempre a través del filtro de la ira. La mente tiene mucha inercia.
Así es que, para aprender a tratarse amablemente, o a ser autocompasivos, primero hay que desaprender el modo espontáneo que tenemos de hablarnos. Cambiar el hábito, el tono y el estilo de nuestras rumiaciones para que la conversación con uno mismo sea cariñosa y no una batalla campal en el seno de nuestra mente.
Cada persona viene “de fábrica” con un bagaje propio, algunas con predisposición a ser más críticas y otras a ser más compasivas.
Podemos cambiar esa tendencia, pero requiere cierta práctica, motivación y expectativas adecuadas. Hay que aprender a tratarse como tratamos a un amigo: de manera ecuánime, abrazar, aceptar y cuidar. Ser compasivo con los demás es un buen ejercicio para poder trasladar esa misma perspectiva hacia uno mismo.
Nada de esto sucede mágicamente o de inmediato, como el cambio de cualquier hábito. Pero todos podemos mejorar un poco, y esas pequeñas mejoras pueden terminar provocando a veces cambios sustanciales. Vale la pena intentarlo, porque, en última instancia, vivimos todo a través de nuestra experiencia mental. No tenemos más que eso.
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