Entré a Twitter por primera vez en 2009, buscando leer en tiempo real lo que pasaba en unas protestas en Irán. Desde entonces, esa red social es la que sigue funcionando para mí, periodista, como usina de información. Es cierto que gracias a esta tecnología podemos asistir a eventos a los que de otro modo no accederíamos, pero también es cierto que ver los hechos en forma de película no nos habilita a entender, sobre todo porque no tenemos idea de lo que pasa por la cabeza de los protagonistas de estos eventos si no estamos ahí, si no hablamos con ellos, si no sabemos cuáles son sus problemas, sus esperanzas, sus temores.
Por estos días hay dos temas internacionales que me llevan a buscar videos, opiniones, análisis a la manera de archivos del presente. Posiblemente son también los temas que les interesan a muchos de ustedes: la guerra iniciada por la invasión rusa a Ucrania y la nueva revuelta nacida al calor de la furia por la muerte de la joven iraní Mahsa Amini, de 22 años, quien fue detenida por la policía de la moral por llevar “mal puesto” el velo. Esta nueva y conmovedora revolución tiene como símbolo el pelo de las mujeres iraníes, ese pelo que se cortan en público mientras queman sus hijabs. Hace 20 años escribí sobre un peluquero iraní detenido en Isfahan por cortarles el pelo a varias chicas jóvenes que, de ese modo, podían salir a la calle como si fueran varones, distrayendo la atención de la censura. Lo que antes hacían en forma clandestina y privada hoy se ve en los celulares de todo el mundo.
En el caso de la guerra, tenemos mucha información desde Ucrania -militar, política, social- pero dejamos de tener información desde Rusia cuando el gobierno de Vladimir Putin endureció las leyes para sancionar a cualquiera que se atreviera a cuestionar lo que las autoridades definieron desde el 24 de febrero como “operación militar especial” para desnazificar y desmilitarizar Ucrania y que, como se ha podido comprobar en el tiempo, no es más que una guerra salvaje, una carnicería que lleva miles de muertos y que, por el discurso amenazante que esta mañana dio el presidente ruso, no parece estar cerca de su final. Las agencias de noticias y corresponsales de medios internacionales salieron del territorio ruso, igual que los periodistas de los medios independientes rusos, quienes también se vieron obligados a transmitir y a publicar las noticias fronteras afuera para sortear las nuevas reglamentaciones. Narrar una guerra sin utilizar la palabra guerra es en sí mismo un contrasentido, no requiere ninguna explicación. Manipular el lenguaje es una clásica maniobra de los gobiernos autoritarios y Rusia tiene una vastísima experiencia de siglos en la materia. Es seguir aferrado a la idea de que lo que no se nombra no existe y es cierto que darle nombre a las cosas es otorgarles estatus de realidad pero también es cierto que hoy ya es más difícil mantener ocultas las imágenes, las decisiones y las masacres. Las madres, las esposas, los hijos de los hombres que fueron y son mandados a combatir y no regresan son la contracara ejemplar de aquellas palabras que el líder decidió que no se pueden nombrar.
En estas horas es posible ver fotos y videos que llegan de parte de algunos periodistas que aún siguen en Rusia y también de personas que buscan que el mundo sepa que no todos los rusos están a favor de las decisiones militares de su gobierno, quien en el día de hoy por, otra parte, volvió a amenazar con una guerra nuclear, convocó a una nueva movilización y además advirtió que los hombres en edad de ser movilizados no pueden abandonar el país. La paradoja es que no podrían hacerlo aún si quisieran: ya no hay vuelos, los pasaportes humanitarios desde la Unión Europea se demoran y algunos países europeos buscan endurecer las normas para que los rusos ingresen a esos países cuando, en realidad, deberían facilitar el ingreso de ciudadanos asustados que no están dispuestos a ir a una guerra que no buscaron. Sancionar a las personas por las decisiones de sus gobiernos no parece la mejor decisión para restituirles sus derechos vulnerados.
Nikita Safronov me dice que le genera impotencia que no salga más gente a la calle. Me lo dice a mí, nos conocemos desde hace un par de años porque trabajamos juntos. Es joven, no se resigna pero se enoja cuando desde afuera se les exige lo que no pueden hacer. Mientras tanto, me manda los videos que circulan por los chats de aquellos que resisten como pueden la radicalización autoritaria del gobierno de Vladimir Putin, quien está en el poder desde 1999.
“Ustedes nos dicen a los rusos que salgamos a las calles y protestemos. Lo dicen porque no entienden nada de lo que es una dictadura. Es como decirles a los judíos en los campos de concentración que salgan a abatir a Hitler. Somos rehenes y no tenemos voz”, escribe.
“Estamos súper cansados de que nos digan ‘salgan a derrotar a Putin’ y bla bla bla. No entienden que en este sistema, con este régimen, con las represalias de una magnitud sin precedentes, estamos sin posibilidades de protestar. En cuanto uno de nosotros se atreve a hacer algo, lo golpean, lo arrestan, lo encarcelan. No se le puede pedir a un pueblo esclavizado que se alce ante la dictadura”, protesta mientras me manda imágenes y me traduce los textos que las acompañan.
Esto escribe Nikita y esto escribo mientras en Moscú, en San Petersburgo y en otras ciudades rusas los que se animan salen a protestar pese a las amenazas. Ya se habla de más de 900 detenidos. Los gritos de esas multitudes ahogadas son básicamente dos: “No a la guerra (Net Voiné)” y “Vida para nuestros hijos”.
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