El diputado Rolando Cuéllar, del MAS, dice tener pruebas de los “narcoaportes” que ha recibido su partido en las elecciones en que participó Evo Morales en 2019.
En julio pasado, Cuéllar había ofrecido mostrar las primeras pruebas de su denuncia, y ahora ha vuelto a la carga y dice tener nuevos documentos que comprometen al presidente del MAS, Gerardo García, en sociedad con el narcotraficante argentino José Miguel Farfán.
Dice Cuéllar que Farfán actúa en Bolivia con el nombre de Miguel Ángel Yavi, y que se lo conoce como “el Chapo del Cono Sur”.
También opera en Bolivia el paulista Primer Comando da Capital (PCC), que se propone controlar la ciudad fronteriza boliviana de San Matías, cerca del parque Noél Kempff, donde existen plantaciones de coca y fábricas de droga clandestinas.
Y en el parque Amboró operan resabios de las FARC, confiados en que la policía no los expulsa y que las Fuerzas Armadas de Bolivia no cuidan los parques nacionales.
La vinculación de Morales con el narcotráfico es algo que se da por descontado en Bolivia porque es presidente de las seis federaciones de productores de coca de Chapare, pero él se ufanaba de que no existieran pruebas de esa relación.
Ahora, Cuéllar ha ofrecido entregar a la justicia los documentos que menciona y está muy decepcionado de Morales porque, según dice, se ha convertido en crítico y enemigo de Luis Arce.
Esta es, en una semana, la segunda denuncia sobre aportes peligrosos que habrían llegado para la campaña de Morales en 2019. La primera fue difundida por The Hill y decía que Vladimir Putín destinó 300 millones de dólares para ayudar a candidatos de su tendencia y que a Morales incluso le envió un equipo de expertos para ayudarle a convertirse en candidato a pesar de haber sido rechazado por un referéndum.
Las contribuciones del narcotráfico para los políticos son un misterio porque se hacen con sigilo, pero lo que sí se sabe es que algunos de ellos, cuando han sido elegidos y gobiernan, toman medidas para ayudar a esa actividad ilícita.
Cuando Morales llegó al gobierno en 2006, la extensión autorizada para los cultivos de coca era de 12.000 hectáreas y él la duplicó de inmediato. Ahora, según cifras de Estados Unidos, hay 36.900 hectáreas cultivadas en Bolivia.
Los habitantes de parques nacionales creen que la verdadera extensión de los cocales de Bolivia supera las 60.000 hectáreas, precisamente porque han invadido esos parques ante la mirada cómplice del gobierno.
Para mostrar su agradecimiento con la zona de los cocales de Chapare, Morales ordenó la construcción de un aeropuerto internacional que costó 40 millones de dólares en la población de Chimoré, de 10.000 habitantes.
El gobierno de Morales compró trece radares en 2015, pagando 225 millones de dólares, pero no autorizó que se los ponga en operación. Ahora, siete años después, Arce sigue demorando la autorización para que los radares funcionen y puedan detectar la nube de avionetas del narcotráfico que operan en las mil pistas clandestinas existentes.
Pedro Castillo, muy amigo y admirador de Morales, está aplicando en Perú una política parecida.
La semana pasada anunció la suspensión de los trabajos de erradicación forzosa de las plantaciones de coca en el territorio amazónico VRAEM, donde opera el brazo narcotraficante de Sendero Luminoso.
Ricardo Soberón, de la Comisión Nacional para el Desarrollo de Vida Sin Drogas (Devida) dijo que en Perú existen en este momento 80.681 hectáreas de cocales y que, de ellas, 32.106 hectáreas están en el VRAEM.
Alguna cantidad de coca producida en esa zona llega a Bolivia a través del lago Titicaca, que comparten ambos países. La “pasta base” (sulfato de cocaína) también llega por esa ruta y luego, en la ciudad de El Alto, donde hay fábricas bien montadas, se convierte en clorhidrato con la ayuda de éter.
La coca, originaria de esta región, ha incursionado en la política y también en la geopolítica, en alianza con autocracias que desafían a las democracias del mundo.
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