La crisis se inicia cuando un panel de expertos modifica la tarifa del transporte público de Santiago, reduciendo el precio del pasaje en algunos tramos y elevándolo en otros casos hasta $1. 07.
Alentados por agitadores extremistas y redes sociales, miles de ciudadanos salieron a protestar por todo y contra todo.
Demandaban que el gobierno reduzca el precio de los combustibles, agua, luz y medicinas, mejores pensiones, salarios y servicios públicos, carencias que atribuían a una clase política desacreditada e indolente, cuando no al modelo neoliberal, a la derecha explotadora y al imperialismo norteamericano.
La violencia estalló a niveles inexplicables. 118 de 136 estaciones del metro y numerosos vagones quedaron dañados o destruidos.
Varias iglesias, entre ellas de la Concepción, con 150 años de antigüedad, resultaron quemadas y delincuentes encapuchados ingresaron a los templos para destrozar las imágenes religiosas y sacarlas a la pista para que sirvan de barricadas.
Se produjeron saqueos en 200 supermercados, farmacias y tiendas. Las estatuas de los conquistadores fueron derribadas por manifestantes mapuches. Cuarteles militares y 400 locales de carabineros resultaron atacados con armas de fuego y bombas molotov. Ni el toque de queda o el estado de emergencia calmó la enfurecida protesta.
Se perdieron más de 3 mil millones de dólares y 200 mil puestos de trabajo, la moneda fue devaluada, el PIB se redujo un punto y la bolsa cayó 13%. Hubo 34 muertos, 9 mil arrestados, 12 mil heridos y 3 mil 400 hospitalizados, incluyendo 800 carabineros.
La desesperación para solucionar la crisis condujo al presidente Piñera, a su gabinete y a todos los parlamentarios a respaldar insólitamente las marchas, que en un momento punta reunió un millón 200 mil personas. Fracasó, igualmente, en su intento de calmar a los iracundos insurgentes, anunciado un aumento de 20% en las pensiones y los salarios, no incrementar el precio de las tarifas eléctricas, reducir dietas de los legisladores y crear un impuesto de 40% para rentas superiores a 9 mil dólares mensuales.
Acorralado, sin piso político, gobierno y parlamento tuvieron que convocar a un referéndum para una Convención Constituyente, planteamiento que fue aprobado por 78 % de desconcertados y atemorizados votantes.
Así, en tres años los asambleístas dieron a luz un mamotreto de 388 artículos y 48 disposiciones transitorias, que no solucionaron nada y complicaron todo, comenzando con su pretensión de reemplazar el estado unitario chileno por uno plurinacional, inspirado en el pensamiento-guía del cocalero Evo Morales, con tribunales de justicia y leyes especiales para los pueblos originarios.
El texto propuesto estableció, asimismo, en su artículo sexto, que en todos los niveles de la administración pública debe existir paridad de sexos, considerando en una misma categoría a “hombres, mujeres, diversidades y disidencias sexuales y de género”.
Una Constitución de muy baja ralea, sumada a los actos de barbarie cometidos por vándalos y extremistas, hizo posible que el 62% del pueblo mandara al traste el deplorable proyecto.
Chile, así, está de vuelta del infierno para satisfacción de todas las democracias de Latinoamérica y el plañidero lamento de la izquierda de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Cuba y Colombia. En este último país su mandatario - Gustavo Petro - no reprimió su furia lanzando el disparate de que “había retornado Pinochet”. En el Perú, no dudamos que Castillo y la dirigencia del lápiz no insistirán por un tiempo en convocar una Asamblea Constituyente ilegal, pero perseverarán en su empeño.
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