Isabel II: adiós a la elegancia

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FOTO DE ARCHIVO: Reina Isabel
FOTO DE ARCHIVO: Reina Isabel de Gran Bretaña se dirige a la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, EEUU, 6 jul, 2010. REUTERS/Mike Segar/Foto de Archivo

La soberana del Reino Unido partió con los últimos rayos del sol estival. Esos que ella tanto amaba y que prefería recibir en comunión con la naturaleza en su rincón favorito: Balmoral. Su partida anuncia formalmente el fin de la elegancia. Se inicia una marcha inexorable hacia la vulgaridad que ya comienza a anunciarse en las artes, las letras, la música, la moda y los modales.

Para Isabel II ser elegante era sinónimo de reconocer la dignidad de otros seres humanos y elevar sus espíritus para que buscasen la superación. También era la manera de decirles ustedes cuentan en este minuto de mi historia. Con elegancia lideró la Mancomunidad Británica de Naciones, institución que concitó sus más tiernas querencias puesto que fue el emprendimiento internacional más importante de su padre, el Rey Jorge y en cuyo territorio se encontraba cuando el destino la hizo reina. Por conducto de la mancomunidad Británica de Naciones Elizabeth II seguía los cambios mundiales y media la temperatura de la política en los mercados emergentes. Su predilección hacia la institución la llevó a confrontar a su primera ministra Margaret Thatcher cuando esta se opuso a condenar el Apartheid de Sudáfrica mediante la imposición de sanciones económicas. Las diferencias, sin embargo, fueron llevadas con altura y gentileza para no dañar el marco institucional del Reino Unido que le confiere las facultades de gobierno al primer ministro, no ofender a la Dama de Hierro y mover el reloj de la historia contra el racismo. Soportó estoicamente la entrevista de la princesa Diana a la BBC donde ponía en duda la capacidad de su primogénito para reinar. Abrazó con entusiasmo el ingreso de jóvenes provenientes de las clases medias de Inglaterra y Estados Unidos a la familia real cuando sus nietos William y Harry escogieron pareja. Y lloró en silencio y con entereza la partida de su esposo el príncipe Felipe de Edimburgo.

Deja a su querido reino sumergido en dos crisis fundamentales. La primera existencial puesto que al zafarse de Europa su economía tiene que encontrar otro puerto que le permita crecer y garantizar el bienestar ciudadano. Pero el puerto de atraque que deberían ser los Estados Unidos parece estar ocupado por otros navíos. Para los Estados Unidos una alianza económica con el Reino Unido tiene una prioridad ínfima inmerso como está el país en la agenda doméstica que demanda un replanteamiento del pacto social que le ha servido por casi tres siglos. Tampoco se salva el Reino Unido del reto energético. Sus fuentes energéticas han declinado, los precios relativos se han incrementado mientras el ingreso nacional permanece estancado o con crecimiento atenuado y la fiera inflacionaria muerde con fuerza a la clase media inglesa. Y para completar, tanto Irlanda como Escocia prefieren ser parte de la Unión Europea que del Reino Unido.

Le sucede el príncipe Carlos cuya vida ha sido un largo esperar para asumir el role que se le asignó desde el nacimiento. Y aun cuando parece ser inteligente, discreto y responsable, carece del mágico don de su madre cuya personalidad firme pero llena de visión y su elegante conducta guió al Reino Unido por los senderos del liderazgo mundial por siete décadas. Porque para ella la elegancia era el tributo que pagan los seres humanos a la civilización.

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