Probablemente la figura más polémica de la historia reciente de la Rusia moderna, Mikhail Gorbachov, falleció este martes, a los 91 años.
Nacido en plena era estalinista, Gorbachov se convertiría en una criatura de la cultura soviética, ascendiendo, uno a uno, los escalones del poder. Hasta convertirse, en marzo de 1985, en el último secretario general de la Unión Soviética. Cuando tras la muerte sucesiva de los últimos exponentes de la era Brezhnev, la elección del nuevo líder soviético recayó en el miembro más joven del Politburó. Acaso como consecuencia del agotamiento de la “gerontocracia” de Leonid Brezhnev, Yuri Andropov y Konstantin Chernenko.
Para entonces era evidente que el país requería la llegada al poder de una nueva generación. De hecho, Gorbachov venía desempeñando en la práctica el ejercicio del poder. En esa capacidad Gorbachov había hecho un viaje decisivo, en diciembre de 1984. Cuando durante una visita a Londres se había mostrado moderno y con vocación transformadora. Al punto que Margaret Thatcher había quedado fascinada ante el que parecía una nueva forma de liderazgo soviético. Con el que “se puede trabajar”, según aseguró a su amigo Ronald Reagan, entonces Presidente de los Estados Unidos. (“I like Mr. Gorbachev. We can do business with him”).
De pronto Gorbachov era consciente de las necesidades de reformar el rígido sistema de economía centralizada. Su propia esposa, Raisa, contó que la noche antes de ser consagrado, caminando por el parque de su casa, desafiando el intenso frío de la noche moscovita, pero seguro de no estar siendo escuchado a través de micrófonos ocultos, Gorbachov le confió: “No podemos seguir viviendo de esta forma”.
Una nueva generación había llegado al poder. A diferencia de Nikita Kruschov y sus reformas a medio camino, llegarían desprovistos de complicidades con los crímenes del estalinismo pudiendo lanzar los audaces programas de Perestroika (reforma) y Glasnost (transparencia).
Pero, ¿qué sucedió mal?
El país que heredó Gorbachov parecía exhibir los logros de la fachada gloriosa de la URSS: la ciencia soviética había alcanzado la hazaña de haber colocado el primer hombre en el espacio. Los atletas y artistas soviéticos se contaban entre los mejores del mundo. El sistema educativo mostraba índices elevados de alfabetismo y las oportunidades de educación universitaria alcanzaban a una importante parte de la población. Sin embargo, al mismo tiempo, miles de prisioneros políticos permanecían detenidos en cárceles y centros de detención para disidentes. No existía la prensa independiente, ni se permitía el ingreso de literatura extranjera no autorizada, ni el derecho de reunión, ni el derecho a emigrar, y hasta el ejercicio de las creencias religiosas estaba fuertemente limitado. El derecho a criticar al gobierno estaba prácticamente prohibido y no existían formas ni siquiera simbólicas de democracia. En tanto, la economía exhibía limitaciones crecientes. Para sobrevivir, la población recurría a formas creativas de sortear las rígidas estructuras. La corrupción generalizada se había transformado en un medio de vida. Los poderes omnímodos de la KGB y la policía permitían que cualquier ciudadano fuera detenido sin orden judicial.
Paralelamente, convivían dos realidades en la Unión Soviética. Dos mundos separados, cada vez más distantes el uno del otro. Una realidad que sería descripta por Daniel Treisman: “Por un lado la aristocracia comunista, las familias de los funcionarios del gobierno y del Partido, en su capullo de privilegios, con sus autos con choferes, tiendas y clínicas especiales, escuelas de elite, dachas en las afueras (casas de campo), vacaciones en resorts del Mar Negro, viviendas de lujo y una red de nepotismo para ubicar a las próximas generaciones. Mientras tanto, los alrededores de la metrópolis estaban derruidos. Sórdidos bloques de apartamentos se desparramaban en las afueras, con sus sistemas de redes corroídas, con sus vandalizados zaguanes hedientos de orina. El sistema de transporte público sobrecargado y peligroso, el mercado negro plagado de corrupción, la basura y los cortes de energía..”
Khruschov había prometido que para 1980 se habría alcanzado el paraíso de la abundancia y la igualdad. Pero la realidad era bien diferente. La economía, dependiente de los precios del petróleo, comenzó a mostrar una persistente crisis. La falta de competencia había terminado de anquilosar la economía soviética. Al tiempo que el país venía soportando la carga de la interminable guerra de Afganistán, iniciada en 1979.
Una realidad que se volvería asfixiante un lustro más tarde. Cuando la geopolítica jugó una mala pasada a los amos del Kremlin. Sobre todo a partir de la fenomenal caída del precio del crudo que tuvo lugar por la decisión de Arabia Saudita de aumentar la producción de petróleo. Una medida adoptada por el Reino en consonancia con la Casa Blanca. Pero los dramas económicos no terminarán allí: la expansión del gasto de defensa norteamericano, impulsado por la Administración Reagan, obligaba a Moscú a actuar en espejo, para mantener la relativa paridad armamentística.
Una combinación letal que conducirá al final más inesperado. La Unión Soviética caería -finalmente- por agobio imperial. Como ha ocurrido una y otra vez, a lo largo de la Historia. Simplemente, como explicaría Henry Kissinger, la Unión Soviética no contaba con un sistema económico capaz de dotar al país de los instrumentos materiales necesarios para el rol gigantesco que sus jerarcas le habían asignado.
Gorbachov cosecharía más éxitos en el exterior que en su propio país. Una nueva política exterior había despertado esperanzas en Occidente. Algunas escenas hubieran sido realmente inimaginables años antes. El último día de 1985, Gorbachov y Reagan desearon un futuro de paz a la población de la URSS y EEUU. El líder soviético lo hizo a través de la televisión norteamericana y el presidente Reagan por medio de la cadena oficial soviética.
Una vez más, Gorbachov experimentaría en carne propia las deficiencias que había heredado. Y una dosis de mala suerte no estuvo ausente. Cuando llevaba apenas poco más de un año al frente de la URSS, una tragedia de grandes dimensiones tocó la puerta del Kremlin. La explosión, el 26 de abril de 1986, de la central nuclear de Chernobyl, en las cercanías de Kiev (Ucrania), dejó a la luz las enormes deficiencias del sistema soviético y puso de relieve las limitaciones de la política de Glasnost. La catástrofe reveló la crisis del régimen: a la ineficacia del sistema hiper-secreto soviético se suma la incapacidad de dar respuesta rápida a la tragedia.
El imperio de Stalin era una superpotencia. Pero una superpotencia del Tercer Mundo.
Otra desgracia tendría lugar. Un devastador terremoto en Armenia obligaría a Gorbachov a tener que aceptar -por primera vez- ayuda occidental. Una herida decisiva para el orgullo nacional.
La tragedia en Armenia dio paso a la llegada de 1989, el año en que cambiaría la Historia. En noviembre de ese año bisagra, enormes manifestaciones desembocarán en la caída del Muro de Berlín. Quizás como ningún otro símbolo, ello marcó el cambio de época y las transformaciones vertiginosas que vivía el mundo. Y en la Navidad de ese año crucial, caería la dictadura de Nicolás y Elena Ceaucescu en Rumania.
Victor Sebestyen escribió entonces: “Nadie que haya atestiguado la alegría en las calles de Berlín, Praga o Budapest a fines de 1989 puede olvidar aquellas extraordinarias escenas de celebración. El pueblo había triunfado sobre la tiranía (...) Uno de los imperios más brutales de la historia estaba de rodillas. Los poetas y filósofos que languidecieron en las cárceles se convirtieron en presidentes y ministros. Cuando el Muro de Berlín cayó en una fría noche de noviembre, pareció que las heridas abiertas del cruel siglo veinte podrían por fin comenzar a curarse”.
La caída en dominó de los regímenes socialistas de Europa del Este sería seguida por el desmantelamiento del mismo imperio soviético. Un desmembramiento que terminaría colapsando la hasta entonces todopoderosa Unión Soviética. Un desenlace que se produciría poco después. Ante la sensación de desintegración del país a comienzos de 1990, en medio de faltantes de comida y de productos diarios. Cuando las colas para conseguir alimentos se reproducían en las grandes ciudades del país y eran una reminiscencia a los años de la guerra. El trauma de toda una generación parecía repetirse.
La Historia, de pronto, se había acelerado. Y dentro de la Unión Soviética se profundizaron las tendencias centrífugas. Las que terminarían de triunfar el 8 de diciembre de 1991, cuando Rusia, Ucrania y Bielorrusia decidieron declarar su independencia, vaciando a Gorbachov de todo poder real. Transformando a la URSS en una cáscara vacía.
Gorbachov de pronto, pasó a presidir una entelequia. La Unión Soviética, simplemente, había dejado de existir.
El 25 de diciembre, el mundo vio cómo la bandera roja era reemplazada por la nueva bandera de la Federación Rusa.
Lenín había dicho que todas las revoluciones terminaban en un fracaso, ¿había sido premonitorio? Otros recordaron la frase de Tocqueville cuando advertía que el momento más difícil de un mal gobierno tenía lugar cuando intentaba corregirse a sí mismo. Lo cierto es que la URSS colapsó en los meses finales de 1991. Pero, ¿cómo desapareció de la noche a la mañana un imperio que había durado setenta años y que se había convertido en una superpotencia, solamente superada por los Estados Unidos?
Martin Malia apuntó: “(El Comunismo) fue un proyecto intrínsecamente inviable, de hecho imposible, desde un inicio” y explicó: “El orden soviético colapsó como un castillo de naipes... porque siempre fue un castillo de naipes”.
En tanto, el protagonista de esta historia, Mikhail Gorbachov, se convertiría en un líder admirado en Occidente, pero despreciado en Rusia. Responsabilizado como el hombre que destruyó un imperio, Gorbachov se transformaría en el símbolo de una época maldita en la historia rusa. En 1996, contrariando las sugerencias de su propia esposa, optó por presentarse como candidato presidencial y obtuvo tan solo poco más de trescientos mil votos, un 0,5 por ciento del total.
Indeseado en Moscú, Gorbachov se transformó más en una marca que en un hombre. Lejos del Kremlin, su rostro se transformó en modelo publicitario de Pizza Hut y de Louis Vuitton. Dirigió una fundación dedicada a temas ambientales globales y se convirtió en un habitual columnista internacional. Habiendo iniciado una reforma del sistema comunista, terminó destruyéndolo, casi sin saberlo.
Un historiador sostuvo que Gorbachov se asemejó a Cristóbal Colón, quien descubrió América pero murió creyendo que había llegado a la India. Mientras que Gorbachov hizo algo maravilloso pero sólo lo advirtió después de haberlo realizado. Otro observador indicó que se trataba del fracaso más exitoso de la Historia.
Admirado en Occidente pero detestado en Rusia -acaso la contracara de Vladimir Putin- Gorbachov murió en Moscú, el último martes de agosto, a los 91 años de edad.
Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.