América Latina vive un grave deterioro en su situación de seguridad. Cae en una trampa en espiral: la debilidad de los estados es a la vez causa y efecto del agresivo avance del crimen organizado. Es momento de grandes decisiones pues si no se logra detener este ciclo, está en juego la supervivencia de los Estados como los conocemos.
La nuestra ya era la región más violenta del mundo, pero la pandemia prolongada ha llevado este problema a límites inusitados: países como Ecuador han visto casi triplicarse su tasa de homicidios entre 2019 y 2022; en Chile los homicidios se han incrementado en el 30% en el primer trimestre de este año, México pasa con horror de asesinatos selectivos entre miembros de cárteles a ataques aleatorios a la población civil, América Latina fue el continente con más periodistas asesinados en el 2020, y podríamos seguir con ejemplos como estos.
La pandemia y la post pandemia, además de sus duros efectos en la población en general, se convirtió en una oportunidad para el crecimiento y la expansión de las actividades criminales: la capacidad de adaptación del delito fue mucho más rápida que la de las policías (que además fueron ocupadas en actividades adicionales relacionadas a la pandemia), el consumo de drogas creció en el mundo entero. Y si bien la producción y el tráfico de drogas es la industria ilegal más evidente, no es ni de lejos la única que debería preocuparnos. Se han disparado también las cifras sobre minería ilegal, tráfico de especies, tráfico de armas, lavado de activos, y ciber delitos.
Con el descomunal impacto socioeconómico de la pandemia, las organizaciones criminales encontraron nuevos “nichos”: se han convertido en prestamistas de quienes perdieron acceso al sistema financiero, y se muestran como los mejores cobradores de deudas y obligaciones. A quienes no les cobran deudas ajenas o intereses usureros, les cobran por “protección”. Sus mecanismos de extorsión agravan la violencia y el terror en el que han sumido a grupos cada vez más grandes de la población.
El tráfico de personas como industria criminal merece su propio análisis: en el mes de mayo de 2022 Estados Unidos batió su récord de detenciones en frontera: 239.000 personas que intentaban cruzar a ese país desde la larga frontera mexicana que separa los dos mundos de este continente. De ellos, 14.700 fueron niños no acompañados. La patrulla fronteriza de Estados Unidos está deteniendo una media de 7.700 personas por día, mientras antes de la pandemia esta media era de 1.600. Además de la tragedia humana que estos datos nos muestran, imaginemos la cantidad de dinero ilegal que esta industria ilegal está produciendo.
Se trata de un escenario gravísimo, pero más peligroso aún al constatar que mientras el crimen crece, se diversifica, se especializa, se expande; el Estado, retrocede. Somos testigos de estados que pierden legitimidad -y herramientas legales- para ejercer la fuerza e imponer la ley precisamente cuando más se requiere que lo hagan. En Chile caen en un 86% las postulaciones para carabineros, en Ecuador la Asamblea Nacional aprueba una reforma que se debate entre lo absurdo y la complicidad criminal: la responsabilidad penal será “solidaria” en toda la cadena de mando cuando un policía o militar cometa un delito, ¡con independencia de la orden que haya sido impartida!.
Cae la confianza en los gobiernos, en los parlamentos, en los jueces; se desvanece la idea de que los estados tienen la capacidad para responder, contener, investigar, sancionar las actividades criminales. A todas las crisis que vive la región hay que sumar esta crisis de confianza en las instituciones que es en última instancia la pérdida de confianza en la democracia.
Estas reflexiones no están destinadas a la desesperanza, por el contrario, son un llamado a la acción, a la búsqueda de una sólida agenda común de seguridad y vigencia del Estado de Derecho. Sin ellos no hay derechos posibles ni Estados viables.
*Reflexiones expuestas en el marco de la conferencia “Quo Vadis América Latina” organizada por el Instituto Interamericano de la Democracia.