Peter Coleman, profesor de la Universidad de Columbia y director ejecutivo del Consorcio Avanzado sobre Cooperación, Conflicto y Complejidad, ha desarrollado un marco conceptual moderno y alterno sobre cómo solucionar controversias que por su complejidad parecen laberintos sin salida. Quizás la obra más importante de Coleman es su libro The Five Percent: Finding Solutions to Seemingly Impossible Conflicts, donde precisamente presenta de manera diáfana su tesis sobre algunos conflictos que son irresolubles por sus desafiantes contextos, sus entramados inéditos, su carga de emotividad, y sus subterráneas agendas. Son problemáticas que se constituyen dentro de un campo de fuerza donde hay múltiples actores operando para mover hacia una u otra dirección el desenlace del conflicto. Estos problemas representan el 5% de los conflictos del mundo. Para lograr su resolución hace falta una estrategia que supere los marcos conceptuales que comúnmente son aplicados para el abordaje de los conflictos.
He llegado a pensar que la crisis venezolana entra precisamente dentro de la propuesta teórica de Coleman. En la medida en que la dictadura se ha atornillado en el poder a fuerza de represión y violencia, desconociendo la Constitución y pasando por encima de la voluntad popular, más complejo se ha hecho el conflicto venezolano. En otras palabras, con el pasar del tiempo el conflicto no solo se ha intensificado, sino que ha mutado, creando nuevas expresiones y manifestaciones que son incluso más peligrosas y retadoras que las originales. Cosas que hace años parecían una utopía, hoy son una realidad que posa frente a los ojos del mundo. Para poner un ejemplo palpable, recuerdo que muchos en su momento vaticinaban que la relación de Maduro con Irán se reducía a unos lazos de cooperación energética y agroindustrial, pero ahora esas mismas personas han perdido la capacidad de asombro cuando en Argentina detienen un avión venezolano con iranies vinculados a organizaciones terroristas. Hace años se aseguraba que la migración venezolana sería un gran desafío para los países sudamericanos, pero ya el fenómeno se desbordó a tal punto que alcanzó tierras norteamericanas, pues solamente en el 2021 más de 100.000 venezolanos cruzaron la frontera sur entre Estados Unidos y México. Y así podemos quedarnos enumerando hechos que comienzan a ser parte del panorama, con el agravante de encontrar un terreno de normalidad si se siguen profundizando.
Ante este retador escenario, el peor antídoto sería convertir la tragedia venezolana en parte del paisaje. Coleman, en su teoría sobre el 5% de los problemas que se resisten a una solución, precisamente señala que los seres humanos tendemos a simplificar los conflictos más complejos, porque son tan agotadores que nos desgastan y como humanos que somos siempre tendemos a buscar la coherencia, estabilidad y tranquilidad, sin importar el costo. El inconveniente de esto, como bien lo describe Coleman, es que no resuelve el problema de fondo, porque la simpleza frente a la complejidad es como un hilo frente a una tijera.
Hoy en la región se presenta un escenario donde preocupa que se pueda estar accionando con una simpleza frente a un fenómeno muy grande. Aceptar a Maduro como un dictador con el cual hay que lidiar, aceptar como legítimos sus vínculos con el terrorismo y el narcotráfico, dejar que se siga desangrando Venezuela en manos de chinos, cubanos, rusos e iraníes, creer el relato propagandístico de que nuestro país se está arreglando y pretender que esto es la solución…No solo va a condenar a millones de venezolanos a vivir bajo el infierno dictatorial e inhumano que significa un régimen como el de Maduro, sino que comprometerá el futuro de millones de latinoamericanos. No hay manera de que en la región se vislumbre un horizonte promisorio signado por la paz, la democracia y los DDHH, si no se cierra esa herida abierta e infectada que compone la Venezuela que gobierna Maduro.
Nuestro país necesita una solución democrática y para eso, es menester reconstruir la presión internacional. Volver a poner a Venezuela en el lugar que le pertenece por ser la crisis política, social y económica más importante del hemisferio occidental. La pandemia y la guerra en Europa han robado, y con razón, la atención pública, pero ahora es momento de que el mundo, y especialmente América Latina, vuelva a poner el foco en el desafío democrático que significa Venezuela. Para 2024 hay una oportunidad única, que quizás puede abrir o cerrar definitivamente las posibilidades de cambio político en el país, y por eso hay que desde ya montarse para crear una ola que genere un proceso disruptivo con la dinámica que actualmente tenemos.
Necesitamos volver a la época de 2018 y 2019, donde la región a través del Grupo de Lima le abrió un boquete al régimen de Maduro, desconociendo la ilegítima elección del 2018, reconociendo a la Asamblea Nacional como único vestigio de democracia y abriendo las puertas para lo que sería luego la mayor coalición de apoyo internacional que se haya visto desde la Segunda Guerra Mundial. Era una época donde recuerdo bien el papel destacado que jugaban los cancilleres Carlos Holmes Trujillo, Chrystia Freeland, Nestor Popolizio, Jorge Faurie, Ernesto Araujo, Roberto Ampuero y tantos otros liderando el tema venezolano en la articulación de esfuerzos con sus socios de Europa y Estados Unidos, para promover una escalada de presión sobre la dictadura, que en su momento llegó a arrinconar al círculo de poder de Maduro.
Ahora bien, con esto no digo que hay que retomar el Grupo de Lima. Eso sería no solo desconocer que el problema venezolano es mucho más complejo que hace tres o cuatro años, sino también ignorar el cambio de rumbo que ha tomado la región en estos últimos tiempos. Se requiere pensar en una instancia amplia, participativa y muy plural, que trascienda las ideologías, y sea capaz de entender el problema como lo que es: un drama humano que está arrastrando consigo vidas inocentes. Una instancia que sea liderada por las democracias de América Latina, pero que incluya a Europa y Estados Unidos como factores indispensables de la resolución de este gran conflicto. Una instancia que se nutra de los avances que se tuvieron en el 2018 y 2019, para crear a partir de ellos un nuevo marco de presión sobre el régimen y su entorno, con miras a que se celebren elecciones competitivas en el año 2024.
Por supuesto que las opciones de generar el cambio político no recaerán única y exclusivamente en la comunidad internacional. Dependerán en mucha medida de lo que hagamos internamente los venezolanos. Dependerá de la unidad de las fuerzas democráticas como fórmula central, pero también de la lucha interna que el pueblo venezolano lleve. Es un mandato que tenemos retomar las calles con más fuerza para hacer visible ese deseo de cambio que todos los sondeos de opinión recogen y que sé que sigue intacto, porque nadie puede acostumbrarse a vivir en la miseria que ofrece Maduro. En 2024 los venezolanos y el mundo tenemos una cita histórica. Nos toca luchar con todas las herramientas disponibles para convertir esta fecha en una épica, que marque el inicio de una nueva era de paz, desarrollo y democracia para Venezuela y América Latina.
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