El mundo, y más cercano a nuestra realidad el continente americano, vive unos momentos políticos, militares, económicos y sociales de gran turbulencia. Como estos se resuelvan en estos próximos años determinarán el futuro de las democracias, de Occidente y de las libertades en nuestras sociedades. Y en el caso de Estados Unidos de su relevancia en el escenario mundial no como potencia económica -que lo será- sino como defensor de esas ideas que son centrales en su historia y en su política exterior.
La gran preocupación que hoy enfrentamos los ciudadanos del mundo que creemos en esos mismos valores y que son la gran fortaleza y al igual la gran debilidad de las democracias es el estado de ese gigante con el que hasta ahora contábamos para que como dijo Churchill al final hiciera lo correcto para defenderlos.
Pero no se puede dejar de ver el elefante en el cuarto. Hoy Estados Unidos, por las múltiples razones que dan para múltiples escritos, es una nación dividida como quizás solo estuvo en 1859 antes de la Guerra Civil. Recuerdo como embajador en Estados Unidos, un gran amigo, brillante por cierto Francis O`Brien, me dijo que veía al país cerca a un guerra civil. En primera la instancia me pareció una locura y deseché por completo esa posibilidad. Pero después de tres años como embajador no estoy tan seguro que sea una locura.
La verdad hoy la ruptura política en Estados Unidos es tan profunda que un 35 por ciento de los ciudadanos creen que las elecciones del 2020 fueron un fraude. El 65% de los republicanos cree lo mismo y lo peor es que un 57% de los estadounidenses, mitad republicanos y mitad demócratas, creen que la toma del Congreso o un evento similar va a volver a suceder.
Las protestas frente a las casas de los miembros de la Corte Suprema -incluso con amenazas de muerte- por la decisión de reversar el derecho al aborto y delegar esa decisión en los estados, es solo uno de esos hechos que muestran como se han deslegitimado las instituciones y la credibilidad de los ciudadanos en ellas y por ende en la democracia.
El odio y el resentimiento racial crecen de manera desmedida. Y ante esa polarización, en gran medida alimentada por las redes sociales, los partidos que canalizan estas ansiedades políticas cada vez representan más esos extremos mientras el centro desaparece y los consensos se vuelven imposibles.
Es en ese escenario de debilidad y ruptura interna que hace difícil ver a Estados Unidos jugando a defender esas ideas comunes en el mundo con mirada estratégica y de largo plazo. Si hay alguna lección que el triunfo en la Guerra Fría deja es que se necesita ese consenso nacional, que hoy no hay, para dar esas batallas de no se resuelven en un día, que necesitan paciencia y cambio y que deben transcender las líneas ideológicas para dar resultado.
Hoy esa posibilidad es imposible en Estados Unidos. El epicentro de estabilidad en política exterior en el poder ejecutivo era el departamento de Estado. Desde que Obama trasladó a la Casa Blanca, con los temas de Irán y de Cuba, el poder de decisión y de elaboración de política exterior al Consejo de Seguridad, volvió partidista el escenario internacional. Eliminó los actores históricos y tanto con Trump como con Biden el departamento de Estado juega hoy un papel secundario, casi irrelevante en los temas críticos de elaboración y ejecución de la política exterior estadounidense.
El mundo va a tener que aceptar esos vaivenes de la política exterior de Estados Unidos, que va a cambiar con cada cambio de gobierno. La batalla estratégica que hoy tiene con China, Rusia, Irán y el eje autoritario los países tendrán que enfrentarla sin la certeza que antes existía sobre donde va a estar Estados Unidos.
El viaje de Biden a Arabia Saudita, o el de los miembros de la Casa Blanca a Petro muestran la misma cara de una moneda. Solo hay aliados estratégicos cuando el Presidente de turno así lo decida o cuando las circunstancias extremas lo ameritan. La alianza con Arabia Saudita clave en la estabilidad del Medio Oriente, Biden la echó por la borda y luego tuvo que dar vuelta pero con un daño inmenso e irreversible a la relación. Y, guardadas las proporciones por cierto, el viaje de unos mandos medios de la Casa Blanca a visitar a Petro antes de las elecciones envían un mensaje de entrega a quien no solo desprecia a su país sino que pronto les va a hacer muy difícil mantener relaciones estratégicas como las que Colombia tuvo con Estados Unidos desde la guerra de Corea.
Acabo de terminar un fantástico libro sobre este tema del gran historiador Jon Meacham, El Alma de América: la batalla por nuestros mejores ángeles. Es un viaje a través de la historia americana y las profundas divisiones que siempre tuvo esta sociedad. Y cómo Lincoln, FDR o Johnson resolvieron temas críticos para esta sociedad rota gracias a un ejemplar liderazgo.
Meacham escribió este libro en plena crisis de Trump para buscar en su profundo conocimiento un acicate a esa crisis moral, política y de legitimidad de la democracia americana. Pero para mí la conclusión fue exactamente la opuesta. Hoy no hay en el espectro político un Lincoln, un FDR o un Johnson a la vista. La política de cancelación de la derecha y de la izquierda destruyen el debate, la divergencia legítima y amenazan la libertad de expresión.
Ni hablar de una posible explosión de violencia que en un país con más de 300 millones de armas en manos de los ciudadanos, una crisis de legitimidad como la que hoy tienen sus instituciones, una ruptura racial que crece todos los días, y una radicalización en ambos extremos es cada vez más posible.
Por eso entramos en un mundo mucho menos estable, más impredecible y más peligroso. Y quienes creemos en la democracia y en las libertades tendremos que enfrentar en mayor soledad esos radicalismos que hoy se nutren entre ellos. La batalla apenas comienza. Bienvenidos al pasado.