El 4 de julio se hizo entrega formal al presidente Gabriel Boric de la propuesta para la nueva Constitución, la que será sometida a plebiscito el 4 de septiembre de este 2022, la elección más importante que tendrán los chilenos para definir el futuro del país.
Fue todo un logro, considerando que el plazo era de un año y se necesitaba de los 2/3 de los 144 constituyentes. La comisión de armonización y la secretaria técnica hicieron bien su trabajo y lograron reducir los 499 artículos originales a 388, más 57 disposiciones transitorias.
No se puede decir lo mismo del contenido.
Me gustaría mucho opinar distinto, pero rara vez he estado tan convencido de una opinión como ahora. He leído todos los artículos, y tres veces algunos de ellos (cuando aprobados en la comisión respectiva, al ser ingresados al borrador y ahora). No solo los he leído, los he estudiado también. He recurrido a literatura especializada, incluyendo su aplicación en otros países de novedades para Chile.
Tuve especial cuidado en varias de las normas que son experimentales, en el sentido que no he sabido de igual normativa en otras constituciones, actuales o en el pasado, en otros lugares. He actuado con humildad, prudencia y seriedad, sin prejuicios como tampoco juicios anticipados. Siento que me he preparado durante muchos años en este tema, toda vez que inicié mi carrera académica el siglo pasado como auxiliar en el ramo de Derecho Constitucional en Chile, y no solo enseñé allí, sino también en Estados Unidos, Inglaterra y Suecia. No ejercí activamente como abogado, pero sí fui profesor de Constitucional, Ciencia Política y decano. También ministro suplente en el Tribunal Constitucional Chileno, sin votos en contra en el Senado.
En mis palabras, más que emoción hay reflexión. Además, por historia familiar me hubiese gustado que fueran diferentes, ya que mis padres llegaron como refugiados políticos de la dictadura de Pinochet a Estados Unidos y en lo personal, fui condenado por Consejo de Guerra a la cárcel, siendo totalmente inocente.
En mi trayectoria en la política, en medios de comunicación y en la academia, siempre argumenté por reformas a la actual, incluyendo una candidatura presidencial, donde tuve la libertad, como candidatura testimonial, de transformarme en el primero que hizo su planteamiento central la regionalización y descentralización de Chile, identificando los 17 artículos que era necesario modificar, total o parcialmente, una candidatura que me fue ofrecida precisamente por mi dedicación universitaria al tema de los gobiernos locales.
Hoy no tengo duda alguna que debo rechazar en el plebiscito de salida el 4 de septiembre, agregando que, en el plebiscito anterior no pude votar, ya que todavía no se trasladaba mi residencia electoral a Estados Unidos, donde estoy viviendo.
Técnicamente esta propuesta tiene muchos problemas, que invitan (con la experiencia de haber integrado Corte de Apelaciones y el Tribunal Constitucional) a una extrema judicialización (y parálisis), además de existir muchas incongruencias entre normas, en el borrador. No la descalifico porque este proceso fuera fruto de la violencia que se impuso en Chile, a partir de octubre de 2019, y que está en su origen, además que todavía no se sabe oficialmente qué condujo al gobierno de Piñera a dar este paso, como tampoco se conocen las razones de muchos de los congresistas que cedieron sus atribuciones constitucionales.
Esta propuesta fue totalmente legítima en su origen al haber recibido el 78% de los votantes (indudablemente pocos para una decisión de esta magnitud) a favor de una nueva constitución y un porcentaje similar para que fuera redactada por personas nuevas, electas para este propósito, y no por senadores o diputados en ejercicio, pero fue perdiendo legitimidad por haber rechazado todo diálogo con las minorías que pensaban distinto, por lo que no fue la casa de todos, sino como las anteriores, incluyendo la de Pinochet, la imposición de un grupo de chilenos a otros.
El resultado final no sólo tiene disposiciones experimentales sin relación con el pasado constitucional del país como tampoco de otros, sino, sobre todo, tiene características extremas, acaba con esa construcción histórica que es Chile, no el de las últimas décadas, sino de los últimos dos siglos. Tiene rasgos muy autoritarios, y apunta a cerrojos que van más allá de la dificultad habitual para reformar toda constitución, para ingresar en imposibilitar su modificación en lo substancial, exactamente la trampa por la que se criticaba la de 1980.
La plurinacionalidad como tal -solo establecida en las constituciones de Bolivia y Ecuador, que no debe ser confundida con el reconocimiento constitucional y/o la multiculturalidad de sociedades desarrolladas- acaba con la noción unitaria de Chile, y por aplicación solo de Derecho Internacional conduce al separatismo.
La regionalización, tal como ha quedado estampada, conduce a la desintegración mas que a la integración, no como acuerdo gradual, sino como un cambio brusco y repentino, en un país que no tiene tradición al respecto, ni como república independiente ni como parte del imperio español, pudiendo transformarse en un retroceso, al ser un verdadero salto al vacío.
La noción de poder judicial desaparece con una Corte Suprema limitada como poder para transformarse en una especie de servicio público, con una politización y control total desde un Consejo que tendrá presencia minoritaria de jueces profesionales.
Desaparecen instituciones presentes desde el nacimiento del país como el Senado (1811), lo que junto a una justicia maniatada hacen que la separación de poderes no sea tal, sino un ejecutivo que podrá perpetuarse, sobre todo, si obtiene mayoría en la única Cámara relevante, la de Diputados, con un agregado que da miedo, ya que desaparecen los quórums especiales, incluso para legislación de gran relevancia, y es así que bastaría, aun en una situación de emergencia, el voto de la mayoría de diputados presentes en ese momento, para aprobar legislación de expropiación o formación de monopolios estatales, solo por citar un ejemplo.
En el fondo, se olvida que la democracia es también un sistema que busca limitar al poder, incluyendo a quienes están transitoriamente en esas posiciones.
El Estado pierde su capacidad de actuar contra la violencia, con legislación especial y las medidas anti inversión, sobre todo en minería, y los requisitos de aprobación previa de pueblos originarios, en los 11 territorios que se dividiría Chile, con sus propios estatutos, autoridades y autonomías, harían muy difícil el tema de los recursos necesarios para avanzar en el progreso.
Aumenta enormemente lo relacionado con derechos gratuitos para la población, chilena o inmigrante, lo que plantea el tema de cómo se financian estos derechos o quién paga por ellos, lo que no es menor para la estabilidad económica y política del país, ya que, además, la redacción de estas normas faculta a cualquier persona, ciudadano o no, a acudir a los tribunales para demandar al Estado por incumplimiento, por ejemplo, del acceso a una vivienda digna.
La lista es larga, pero por la necesidad de cumplir con un límite autoimpuesto para la extensión de esta columna, el mayor argumento es el mismo de quienes votamos NO en el plebiscito de rechazo a la permanencia del General Pinochet (1988), ya que esta constitución no mejora la democracia en ninguna de sus formas, al contrario, nos aleja de una democracia de calidad.
La verdad es que la república, la res publica de los romanos, está en riesgo, al igual que las instituciones propias de una democracia sin apellidos, aquella que Churchill advirtiera que no es un buen sistema, salvo que el resto conocido era mucho peor.
También lo está la unidad de esa construcción histórica llamada Chile, puesto que, tal como quedó redactado el borrador, con 11 territorios autónomos, con justicia independiente, con veto a disposiciones comunes y al ingreso de efectivos militares, es una negación de la igualdad ante la ley de la democracia, ya que inevitablemente acarrea privilegios.
Tal como se presenta, la propuesta no es arreglable, y difícilmente los vencedores aceptaran su reforma posterior, y hay que recordar que, al menos en Chile, hubo un cambio cultural antes del cambio político, y hoy ha aparecido una nueva élite, que al igual que todo otro grupo similar en la historia, busca perpetuarse en el poder.
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