Antes del inicio de la invasión a Ucrania en febrero 2022, la OTAN presentaba una doble crisis de identidad. Por un lado, varios de los principales países de Europa Occidental, en especial Alemania, consolidaban la idea de entrar más y más en una era posmoderna. En donde el desafío de la guerra quedaba como un triste capitulo del pasado y sólo vigente en otras zonas del mundo. No había problema en abastecerse de manera creciente y masiva del gas ruso.
Las FFAA desfinanciadas sin mayores riesgos y la agenda ecológica energética se podía llevar a cabo a todo vapor. Cerrar centrales nucleares, no usar carbón, prohibir la explotación de shale petróleo y o shale gas. Todo lo cual solo tendía a acentuar la dependencia de Moscú. Por otro lado, el foco de la puja geopolítica y económica se trasladaba al Asia Pacífico, de la mano de la pulseada entre los Estados Unidos y China.
Si durante la Primera Guerra Mundial, en la Segunda y en la misma Guerra Fría, Europa había sido el escenario prioritario y clave para Washington, ya esto dejaba de ser así. El mix de taras ideológicas liberales y el afán de lucro de Wall Street, llevaron en las últimas dos a tres décadas a subestimar el grado de amenaza y desafío de China al poder americano. Donald Trump claramente dijo basta a ese abordaje y la administración Joe Biden ha continuado con este foco que ve a Beijing como la principal amenaza.
En este escenario sólo cabía esperar más medios militares y diplomáticos de los EEUU en Asia y menos en Europa. Con la excepción del Reino Unido al mostrarse como un fiel escudero de Washington en ese candente escenario, el resto de los principales países europeos se veían distantes de ese foco de conflicto. Más aun, en varias capitales de la Unión Europea se buscaban firmar acuerdos económicos y de incremento del comercio y de las inversiones chinas en el continente. Incluyendo facilidades en zonas portuarias.
Todo se encaminaba previsiblemente en esta dirección, hasta que el 23 de febrero Vladimir Putin le anunció al mundo, en una poco usual reunión de gabinete televisada y con un jefe de inteligencia que mostraba dudas sobre la idea de ir a la guerra, su intención de “desnazificar” Ucrania si bien su presidente era judío. El 24 de febrero a la madrugada unos 200 misiles crucero impactaban en diversos puntos estratégicos del país y unos 160 mil efectivos penetraban Ucrania desde 5 flancos diferentes.
La osada confianza de Moscú llegó al punto de lanzar una operación de ataque relámpago con paracaidistas para tomar el aeropuerto de Kiev, la capital Ucrania. Los EEUU y Europa, ofrecían al mandatario ucraniano y a su gabinete huir al Oeste del país o directamente fuera del mismo. Pero pasaron los días y Ucrania no colapsaba. Los drones de fabricación turca comenzaban a hacer estragos en las masivas columnas de tanques rusos, el aeropuerto de Kiev era recuperado y el presidente de Ucrania daba inicio a un magistral manejo de las redes sociales y de la comunicación de masas.
Las potencias occidentales en una semana cambiaron hacia una postura de ayudar masivamente al país invadido. Centenares de millones de dólares en equipo militar comenzaban a llegar. Solo EEUU entre febrero y mediados junio entregó material bélico por 6 mil millones de dólares y espera llegar a los 10 mil millones antes de fin de año. El Reino Unido abrió sus arsenales para entregar lo mejor de su armas, Polonia, los países bálticos, la República Checa y Eslovaquia, también. En menor medida, también Francia, Italia y España. Se sumaron Australia, Japón, Canadá, Turquía y otras decena de países.
La guerra relámpago se ha transformado en una de más de 100 días. Una guerra de desgaste, trincheras y combate a corta distancia en una franja de 70 a 80 km en la frontera ucraniano-rusa. Ambas partes se desangran y apuestan a ver quien se cansa y cede primero. En este escenario se realiza la actual cumbre de los 30 países de la OTAN en Madrid. Con la presencia estelar de Suecia y Filandria que abandonando mas de 200 años y 77 años respectivamente de neutralidad, han pedido sumarse a la Alianza. Con estos dos países, el mar Báltico pasa a ser un lago de la OTAN y ni que decir de mejor acceso que la Alianza tendrá al Ártico.
En el otro extremo geográfico, Turquía pone firmes condiciones para no vetar la incorporación de Finlandia y Suecia, pero al mismo tiempo no tiene ningún interés en que Rusia consolide un control casi total del Mar Negro y amplíe su proyección sobre el Cáucaso y el Medio Oriente.
Todo lo dicho, malas noticias estratégica para Moscú. En Madrid se gesta un firme respaldo a la lucha de Ucrania, ha designado de Rusia como una amenaza a la seguridad común y una advertencia a China para que sepa graduar hasta qué punto está dispuesta a dinamitar puentes con Occidente con tal de mostrarse poderosa y orgullosa en Asia y en ayudar a Rusia.
También un compromiso de masivos incrementos en el gasto en Defensa, y pasar de 40 mil a 300 mil efectivos militares en estado de alerta máxima. A ello cabe sumar una nueva división del trabajo dentro de la OTAN. Los miembros del Báltico y el Este europeo, tendrán el foco en la contención a Rusia con el respaldo de los EEUU. Los de la parte occidental, también cumplirán esa tarea pero ayudarán en todo lo posible también en Asia Pacífico vis a vis China.
El establishment diplomático y militar de los EEUU tiene en claro la necesidad de combinar una estrategia de largo plazo en la puja hegemónica con China a escala mundial, al mismo tiempo que debe convivir y contrarrestar a una potencia nuclear, con gran orgullo nacional y una sofisticada diplomacia e inteligencia como es Rusia. Con la contracara de un nivel de PBI 12 a 14 veces menor que el de los EEUU y sumamente dependiente de la exportación de materias primas.
Cuando la guerra en Ucrania sea cosa del pasado y haya habido algún tipo de cambio de mandos en Moscú, los EEUU y sus aliados deberán comenzar a articular un espacio y de diálogo estratégico con el Kremlin y otras instituciones clave del gigante euroasiático. La materia gris de Rusia en temas geopolítico también sabe que no es prudente atarse de manos a una dependencia de largo plazo con China. En el ADN del mix de nacionalismo y marxismo de esta potencia, Rusia no deja de ser un país europeo, blanco y que en el pasado ejerció el colonialismo sobre la zona de Siberia.