Repentinamente, el espectro de Mar del Plata 2005 se hizo presente en Los Ángeles 2022. Estaba en el escenario Alberto Fernández, proyectando la pura política interna sobre la “política exterior”, enfatizo comillas. Defendiendo dictadores e irrespetando al presidente de Estados Unidos en su propia casa. Lo interpeló con el dedo índice en alto y en tono acusatorio—”cuando usted era vicepresidente”.
Allí presente, fue una de esas groserías que cualquier ser con principios no desea presenciar; la vergüenza ajena que abruma. Lo hizo con menos grávitas y menos carisma que Chávez, Kirchner y Maradona en aquella oportunidad, cuando insultaron a George W. Bush en su cara. Y por cierto que con menos plata, en esta Argentina que él mismo empobreció hasta llegar a media sociedad y más.
Tal vez Fernández haya tenido esa imagen marplatense en su cabeza, siempre luchando contra políticos de más importancia y personalidad; siempre siguiendo a alguien y nunca siendo seguido; nunca inspirando demasiado en nadie. Es curioso, a veces Argentina parece un protectorado del Grupo de Puebla. Si su adulación a AMLO empalaga, su obediencia a Maduro aplasta. Y su retórica enlatada sobre el “bloqueo” a Cuba, bloqueo inexistente, lo muestra burdo e ignorante.
A propósito de humillación, Maduro le pidió que invite al presidente Biden a la próxima cumbre de la CELAC; inapropiado, pues Estados Unidos y Canadá están deliberadamente excluidos. Pero así lo hizo Fernández en su obediencia debida, siendo felicitado por Maduro desde Teherán, subrayo, para achicarlo aún más con su obscenidad característica y, de paso, pisotear la memoria de las víctimas del terrorismo de Hezbollah. Ese es Maduro. Y ese es Fernández.
Todo ello en base a la decisión del país anfitrión de no invitar a Cuba, Nicaragua y Venezuela a este encuentro del multilateralismo de las Américas. Los satélites de Cuba, con Argentina, Bolivia y México liderando el embate, acusaron a Biden de decidirlo “discrecionalmente”, instalando esa narrativa Lopezobradorista que la Administración dejó correr sin desmentir ni refutar con suficiente firmeza.
Por suerte para todos, el punto fue aclarado por el presidente Iván Duque en el primer párrafo de su discurso. Nos recordó, “les” recordó, que la declaración final de la Cumbre de Québec de 2001 dispone que “Cualquier alteración o interrupción inconstitucional del orden democrático” será un “obstáculo insuperable” para la participación en cumbres futuras y actividades relacionadas. No hay tal discrecionalidad, se trató de una decisión colectiva. Votada, esto es.
El problema para los dictadores de hoy es que Québec 2001 fue la Cumbre en la que se elaboró el texto de la Carta Democrática Interamericana, suscripta en septiembre del mismo año por todas las naciones hemisféricas excepto Cuba, no casualmente. Pues dicho texto estipula que el continente es democrático, y que la democracia se define como un orden político con elecciones periódicas libres, justas y competitivas; con un sistema plural de partidos; con alternancia; y con separación de poderes, derechos y garantías constitucionales.
En este “déjà vu” del bochorno, quedó opacado que el presidente Biden comenzó su discurso inaugural invocando dicha Carta Democrática, precisamente, y citando su artículo 1 desde el mismo comienzo: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”.
La cacofonía del castro-chavismo y sus clientes también intentó opacar su excelente discurso y las importantes propuestas del gobierno de Estados Unidos, una agenda concreta para abordar el cambio climático, la inequidad, la exclusión, la salud pública, la sustentabilidad del modelo de desarrollo y, lo más arduo, un acuerdo migratorio continental. Todo ello anclado en la democracia compartida.
No es la Alianza para el Progreso, para decepción de algunos ingenuos que solo esperan recursos, pero no obstante la agenda muestra a un Estados Unidos ambicioso, decidido a involucrarse con sus vecinos y a liderar un proceso de transformación. En hora buena, el futuro espera a una América unida con Estados Unidos.
Sin Estados Unidos, los candidatos son China, Rusia e Irán. Todos ellos ya tienen presencia en el continente; a despedirnos de la democracia si es con ellos.
Pero en la narrativa de los aliados de las dictaduras criminales de hoy, la agenda de Biden no era importante. Lo importante era atacar a la OEA y cansarnos con la noción de “organización lacaya”, según repiten López Obrador y Fernández.
Lo central es que desmantelar la OEA es eliminar los principios que invalidan su idea de la política basada en un partido único de jure, como en Cuba, o bien de facto, como en Nicaragua y Venezuela, y como intentan los oficialismos en Argentina, Bolivia y México. Desmantelar la OEA es eliminar la Carta Democrática Interamericana, esa es la norma jurídica que obstaculiza sus intentos de perpetuación.
Si a Fernández le dieron un papel disruptivo, a Ebrard, canciller de López Obrador, le asignaron el rol de (pseudo) estadista. Por eso, se dedicó a cuestionar “la arquitectura de la OEA” con generalidades, sin propuestas especificas y apropiándose de una representatividad que nadie le concedió y en base a atribuir a varios países posiciones ficticias.
Pero en realidad, más que arquitecto Ebrard está en el negocio de la demolición. Es muy simple, la arquitectura de la OEA es la Carta de 1948 y la Carta Democrática de 2001. En ambas se establece que el sistema interamericano es un club de democracias, así como lo es el sistema de cumbres. Si el gobierno mexicano quiere cambiarla, que entonces aclare que está de acuerdo con que dicho sistema sea para democracias, para autocracias o para lo que sea. No se animarán a tanto, disimulan para quién operan.
Luis Almagro lo dejó clarísimo. “No me hubiera gustado que Pinochet, Videla y Gregorio Álvarez estuviesen en esta sala”. La equivalencia es transparente. Eso buscan quienes quieren a Díaz-Canel, Maduro y Ortega en las cumbres. Allí está el desafío para preservar un futuro democrático en las Américas.
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