Feminista en falta: por qué Johnny Depp no mató al #MeToo

Hay quienes pretenden que el veredicto que encontró a Amber Heard y al actor culpables de difamación sea considerado una demostración de que todas las mujeres mienten. Pero un hecho aislado no puede replantear lo sistemático, aunque exija volver a pensar en los excesos de una causa originalmente justa: que las voces de las víctimas tengan algún tipo de amparo frente a un sistema legal roto

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El actor Johnny Depp
El actor Johnny Depp

No, no es la muerte del #MeToo. Aunque algunos lo pretendan, no se puede matar en un sólo acto lo que miles de mujeres en todas partes tardamos años en poder pronunciar en voz alta, ni trasladar a esos miles de casos el particular veredicto del juicio mediático entre Johnny Depp y Amber Heard que el jurado dio a conocer ayer en Fairfax, Virginia.

Pero que el clima social actual permita que haya quienes intenten usar el fallo a favor de Depp –que ni siquiera es un triunfo total, porque considera que ambos se difamaron mutuamente– para soslayar abiertamente las luchas y conquistas del movimiento de mujeres; que haya también quienes encuentren razonable esa generalización falaz –y machista– que aprovecha para agitar una vez más el mito de las falsas denuncias –que no superan en el mundo el 0,01%–, como si un hecho aislado pudiera replantear lo que se sabe sistemático, obliga al menos a pensar en los excesos de una causa que, por más justa que sea, tiene un error de origen.

Si hacemos un poco de memoria es fácil entender que el #MeToo fue la respuesta ante un sistema que no nos daba voz y mucho menos Justicia. Pero también que no por eso podemos erigirnos nosotras en las nuevas juezas.

El #MeToo se instaló con fuerza de verdad en octubre de 2017, cuando The New York Times y The New Yorker publicaron los testimonios de doce mujeres que denunciaban al productor Harvey Weinstein por violaciones y abusos sexuales ocurridos a lo largo de un período de treinta años. Por esa investigación –cuyo equipo periodístico integraba Ronan Farrow, uno de los hijos de Mia– ambos medios ganaron el premio Pulitzer. Otras 80 mujeres de la industria sumaron sus testimonios contra Weinstein, que terminó por renunciar a su productora y a la Academia del Cine y hoy espera ser juzgado por once cargos en la unidad médica de un correccional de Los Ángeles.

Lo que siguió fue una sucesión de denuncias contra hombres poderosos en todo el mundo. Ante la fuerza de la experiencia compartida, muchísimas mujeres hasta entonces desamparadas por la histórica naturalización de asimetrías de poder que las forzaban a tolerar el acoso y el abuso, comenzaron a contar sus historias en las redes sociales.

Decir “Yo también, a mí también me pasó”, era –y es– un abrazo contenedor para las que por fin se animaban a romper el silencio, ya no sólo en Hollywood sino en todo el planeta, sobre todo porque todavía temían las represalias de los poderosos por los que habían callado. Era también el reconocimiento de que, en mayor o menor medida, todas sabíamos de qué estaban hablando. A veces ni siquiera había sido necesaria la amenaza, porque la asimetría era tal, el temor a perder el trabajo, la carrera, las posibilidades, el futuro, y la propia vida, que las víctimas apenas si se resistían.

Una mujer con un cartel del movimiento #Metoo
Una mujer con un cartel del movimiento #Metoo

Por eso es que también decir “Yo te creo”, o “Yo sí te creo, hermana” –la frase del escritor Roy Galán para apoyar a la sobreviviente de La Manada en España– se volvió un lema de batalla: es un mantra visceral, porque es raro que siendo mujeres no hayamos estado de alguna manera ahí. Y también es injusto si lo pensamos en forma literal; porque así como no merecemos que nos maten por el solo hecho de ser mujeres, tampoco podemos exigir que nos crean sólo por serlo.

El problema es que, como también sabemos bien las mujeres y las disidencias, casi nunca hay testigos de la violencia machista, y la mayoría de las veces tampoco hay pruebas. Y cuando las pruebas están en el cuerpo, las víctimas que llegan a hacer una denuncia se exponen a pericias e interrogatorios de todo tipo, que vuelven a victimizarlas. Quienes sobreviven a un ataque sexual sólo tienen su propia palabra. Ni siquiera la promesa de un sistema judicial que las acompañe, aún cuando sean escuchadas. Hasta hace muy poco ni siquiera las acompañaba su entorno.

Las mujeres que nos animamos a hablar después de años lo hicimos porque sentimos el respaldo colectivo de ese “nosotras” masivo que se hizo grito en las calles a partir de la movilización que se inició en la Argentina con el #NiUnaMenos, en 2015. Mañana se cumplirán exactamente siete años de eso. Y hubo un mensaje que caló hondo en la mayor parte de la sociedad desde entonces: creerle a las víctimas es lo primero y lo más básico que podemos hacer por ellas.

También por eso es que la primera reacción frente al #MeToo, fue otra vez de enorme alivio colectivo. De repente, se dio vuelta la tortilla: los Weinsteins del mundo ahora nos tenían miedo a nosotras. Miles y miles de mujeres en todo Occidente compartieron sus historias y señalaron a los abusadores. Y obtuvieron una respuesta frente a la falta de Justicia: la condena social.

Aunque no hubiera denuncias formales —de hecho, en la mayoría de los casos eso era inviable porque las víctimas hablaban después de años de silencio—, los acusados tenían finalmente un castigo inmediato que era perder lo que más les importaba, su poder, sus trabajos, el reconocimiento de sus pares. Los mismos fantasmas con que antes silenciaban sus víctimas.

La condena de la opinión pública, sobre todo en los casos de personas famosas como Johnny Depp, es efectiva porque también disuade y ejemplifica. Una denuncia de abuso o violencia en las redes o en una columna de un diario, como lo hizo Amber Heard en 2018 cuando se lamentó en The Washington Post de haberse convertido en una de las figuras públicas que hoy “representan el abuso doméstico”, podía de pronto, sin que mediara más que la voz de la víctima, destruir una reputación, una vida tal como era conocida hasta entonces. En el caso de Depp, implicó que se suspendiera su participación en la millonaria franquicia de Disney, Piratas del Caribe, y tener que poner casi toda su carrera de superestrella en stand by.

Johnny Depp como Jack Sparrow en Piratas del Caribe
Johnny Depp como Jack Sparrow en Piratas del Caribe

“Un día eres la Cenicienta y al otro Cuasimodo”, dijo el actor para graficar ante los siete miembros del jurado popular de Fairfax el peso de su cancelación pública en la industria. De ahí la demanda por 50 millones de dólares contra su hoy ex mujer. Ningún experto esperaba que ese jurado encontrara a los dos culpables de difamación –ni que determinara que Heard debe pagarle 10 de esos 40 millones como compensación y otros 5 (reducidos a 350.000) por daños punitivos, ni que debe recibir sólo 2 de los 100 por la contrademanda que le inició por difamación a quien fue su marido durante apenas 15 meses–; se sabía que Depp sólo había impulsado la causa para lograr que su versión también fuera tenida en cuenta por el gran público.

El que acaba de cerrarse fue su segundo intento de limpiar su imagen, después de perder en 2020 un juicio contra el tabloide The Sun por llamarlo “maltratador de esposas”. Y si algo deja en claro el show mediático y el interés mundial por el caso, es que tenía derecho a intentarlo. En definitiva, lo que se jugaba en esa sala de Fairfax –el condado donde se imprime The Washington Post– no eran 40, ni 100, ni 15, ni 2 millones, sino el derecho de uno de los mejores actores de las tres últimas décadas a recuperar su vida y su carrera.

No creo que eso sea malo en sí mismo, al contrario, tiene sentido. Por muchas cosas, pero, por empezar, porque en el proceso de una revolución sin precedentes, y por lo tanto necesariamente desordenada, somos cada vez más las feministas que sentimos como una falencia que a veces parezcan diluirse la presunción de inocencia y otro derecho básico como es la legítima defensa. Esa tensión se planteó desde el principio: es cierto que las víctimas se enfrentan casi siempre al desamparo judicial, social y mediático, pero, ¿nos habilita eso para ajusticiar por cuenta propia?

Me gusta como lo escribió Margaret Atwood en un artículo de 2018 en el que se defendía de los ataques de algunas feministas tras haber cuestionado los excesos del #MeToo, al que señalaba entonces como un síntoma de un sistema legal roto: “Con demasiada frecuencia, las mujeres y otros denunciantes de abuso sexual no lograron una audiencia imparcial a través de las instituciones, por lo que usan una nueva herramienta: Internet. Las estrellas cayeron del cielo. Esto ha sido muy eficaz y es visto como una llamada de atención masiva. Pero, ¿qué sigue? Si se elude el sistema legal porque se lo considera ineficaz, ¿qué tomará su lugar? ¿Quiénes serán los nuevos agentes de poder? No seremos las malas feministas como yo”.

La escritora canadiense, Margaret Atwood
La escritora canadiense, Margaret Atwood

También me parece muy lúcida la forma en que lo plantea la argentina Rita Segato: “¿Qué es lo contrario a la impunidad? ¿El punitivismo? No quiero un feminismo del enemigo, porque la política del enemigo es lo que constituye el fascismo”. Atwood concluye a su vez: “Para tener derechos civiles y humanos para las mujeres debe haber derechos civiles y humanos, incluido el derecho a la Justicia fundamental, al igual que para que las mujeres tengan el voto, tiene que haber una votación. ¿Las buenas feministas creen que sólo las mujeres deberían tener tales derechos? Seguramente no. Eso sería arrojar la moneda sobre el viejo estado de cosas en el que sólo los hombres tenían derechos”.

La autora de El Cuento de la Criada dice algo más que deberían tener en cuenta quienes piensan que un solo fallo o la historia de una relación a todas luces tóxica, en la que es bastante obvio que el maltrato fue bidireccional, como la de Depp y Heard, puede servir para desacreditar a todas las víctimas: “Para gozar de sus derechos las mujeres no necesitan ser ángeles. Si a los varones se les exigiera ser ángeles tampoco gozarían de esos derechos, porque no lo son”.

Cualquiera que haya seguido el juicio que ayer llegó a su fin sabe que Heard no es un ángel, como tampoco lo es Depp. La diferencia es que a las mujeres se nos exige que lo seamos para creernos: las malas víctimas no parecen entrar en la ecuación de la Justicia. Para muestra, también basta con repasar lo ocurrido en las últimas semanas, cuando la actriz fue sometida a peritajes que arrojaron dos trastornos de personalidad –borderline y personalidad histriónica–; cualquier defensor con perspectiva de género se habría negado siquiera a considerlarlo: no hace falta decir que los abusos también pueden ocurrir en los psiquiátricos, y sin embargo sólo a quienes denuncian violencia machista se les hacen estudios de salud mental para establecer si fabulan.

Hay otra diferencia, que es la que hace que aunque no seamos ángeles y aunque seamos incluso tan capaces de violencia como los varones, sean las mujeres quienes mueren sistemáticamente a manos de hombres y no a la inversa. Es simple: los varones son más fuertes, tienen, por empezar, el poder de doblegarnos por una cuestión de mera índole física, además del poder en un mundo que todavía está diseñado a su medida.

Por eso es tan delirante impulsar el mito de las falsas denuncias por violencia de género como hablar de una teoría de los dos demonios ante el terrorismo de Estado: es oponer lo marginal contra la fuerza que mata a diario. Otra vez, la mejor forma de explicarlo es con una frase de Atwood en El cuento de la criada: “Los hombres temen que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres temen que los hombres las maten”. Y claro que Depp también tenía derecho a que Heard dejara de reírse de él, pero, en todo caso, eso no deberí hacer de ninguna manera que ella ni otras mujeres vuelvan a temer por sus vidas. Ni siquiera las “malas” víctimas.

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