El resultado electoral en Colombia es el más claro signo del fin de una época que ha durado 500 años en América Latina. Esta época es la del orden medieval. El pueblo de Colombia ha dicho de manera muy clara que prefiere ser gobernado por figuras distintas a las élites del orden medieval. Porque desde que los españoles pusieran pie en la región se vinieron con ellos las instituciones del Medievo Europeo cuya manera de sobrevivir se basaba en la extracción de renta y de gobernar en los acuerdos entre cúpulas de corporaciones (léase empresas, sindicatos, instituciones gubernamentales y establecimientos educativo-culturales). Esas instituciones sobrevivieron los traumas independentistas, así como los intentos de crear repúblicas. Y a juzgar por los resultados, estos intentos solo echaron raíz en Costa Rica, Uruguay y Barbados, países con un sector clase media grande y establecido; con el predominio del imperio de la ley para todos los ciudadanos y con éxito en la creación de riqueza.
El resto continúa operando sobre la base de la lógica del medievo que imponía el control de la ciudadanía y de la creación de riqueza por parte de un estado todopoderoso que es operado por las cúpulas de las corporaciones modernas cuyos miembros las explotan para beneficio propio en detrimento de lo que los demócratas cristianos denominan “el bien común” o Adam Smith “la búsqueda individual de la felicidad”.
Ese orden de cosas recibió un fuerte impulso durante los años 50 a 70 del siglo pasado cuando a Raul Prebisch se le ocurrió que la manera de alcanzar el desarrollo era creando empalizadas arancelarias para proteger las industrias nacientes. Su paradigma no solo resultó ser catastrófico para las economías pequeñas, sino que creó poderosos grupos de poder que impidieron e impiden el libre comercio y con ello asfixian la innovación y congelan el desarrollo. Esos intereses suplen los mercados internos a precios que impactan negativamente la formación y consolidación de las clases medias.
El sistema que tan exitoso ha resultado para el 25-30% de la población de América Latina quedó al descubierto con el COVID-19, que fue el detonante del síndrome “el emperador está desnudo”. La mayoría de la población pudo ver y sentir en carne propia lo que es la negación de servicios de salud de calidad y del acceso a los tratamientos que impiden la muerte. Mientras gobernantes y líderes empresariales, políticos, culturales y hasta religiosos se desplazaron a Estados Unidos a vacunarse o accedieron tratamientos y vacunas antes de que estos estuvieran disponibles en los mercados locales, las mayorías latinoamericanas vieron enfermar o morir a sus familiares, perdieron el empleo y fueron vacunados mucho tiempo después. Esto llevó a esas mayorías a la conclusión de que había que sustituir los gobernantes consolidándose un sentimiento anti-élites que va desde México hasta la Patagonia. Ese sentimiento no distingue entre izquierda o derecha, simplemente está en contra de todas las élites gobernantes.
Antes del COVID-19 ya había ocurrido esto en El Salvador y Chile tuvo expresión ciudadana en la ola de protestas de 2019. Pero fue el COVID-19 el detonante de esta nueva etapa de reconstrucción institucional que afecta a la región entera. Hoy en la agenda ciudadana de todas las naciones de América Latina está como prioridad el sacar del gobierno a los oficialismos y sustituirlos por figuras que hayan logrado el éxito por fuerza propia en alguna actividad pública o privada, que carezca de vínculos con las élites tradicionales y que ponga al Estado a funcionar en el resguardo de las libertades y el desarrollo económico de la sociedad entera.
Sobre esa ola que cabalgan Petro y Hernández. Pero Hernández tiene más probabilidades de llenar el perfil que Petro, porque Hernández no ha sido parte del entramado institucional medieval y Petro sí.
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