La identidad de México en sus relaciones internacionales se resume en la noción de “Doctrina Estrada”, de autoría del entonces canciller en 1930. Está asociada al principio de no intervención —un supuesto principio, ya que la neutralidad y la abstención también son formas de intervención— y al derecho a la autodeterminación de los pueblos —muy válido, desde luego, siempre y cuando dicho principio sea practicable; es decir, en democracia.
Su lógica está enraizada en la especificidad histórica mexicana, sus necesidades y objetivos a principios del siglo XX. La cuestión de la autodeterminación, debido a las dificultades de México para obtener reconocimiento internacional en el contexto de las disputas internas durante la fase inmediata después de la revolución. La no-intervención, a su vez, conceptualizada a la medida de un país recién independizado, vulnerable y expuesto a la fragmentación y la pérdida de territorio.
Ese era el sentido: mantener la integridad territorial del país y obtener reconocimiento internacional. En términos de su política exterior, sin embargo, la doctrina Estrada no fue un impedimento para denunciar a Mussolini, Franco, al Tercer Reich y al fascismo en general, ni para llevar a cabo una política de asilo tanto en el país como en sus embajadas en las capitales europeas.
Luego, en los setenta, México condenó a las dictaduras del cono sur, recibiendo exiliados y llegando a interrumpir relaciones diplomáticas con dichos países en aquellos años. Algo similar ocurrió cuando López Portillo rompió relaciones con Somoza en los días previos a la revolución, prestando apoyo estratégico al Frente Sandinista.
En 2009, el gobierno de Calderón apoyó abiertamente al gobierno de Zelaya en Honduras, desconociendo al gobierno de facto de Micheletti. Más aún, el entonces jefe del gobierno del Distrito Federal —el hoy canciller Ebrard— llegó a usar la fuerza pública para desalojar a los partidarios de Micheletti que ocupaban la embajada.
Hoy el gobierno mexicano invoca una peculiar lectura de la Doctrina Estrada. Con ella se opta por la “neutralidad”; lo cual, por lo anterior, es una forma de intervención en favor del opresor. Se apela a una arcaica concepción de la soberanía. Argumento falaz: los Estados tienen compromisos internacionales que deben honrar, por ejemplo, en materia de Derechos Humanos.
Es decir, ellos mismos se someten a la fiscalización del exterior; o sea, a la intervención. México es signatario de todos ellos, incluido el Estatuto de Roma que tipifica los crímenes de lesa humanidad por los cuales la Corte Penal Internacional está investigando a la dictadura de Maduro, régimen por el cual AMLO se rasga las vestiduras con frecuencia.
Lo decepcionante es que AMLO no es neutral como principio general, sino selectivamente. Por ejemplo, esta semana estuvo en Cuba apoyando a la dictadura y firmando acuerdos para importar misiones médicas del régimen castrista a México. O sea, asociándose a un mecanismo que propicia el tráfico de personas, el trabajo forzoso y la explotación.
Su gobierno también se abstuvo en relación a la suspensión de la Federación Rusa del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, y sobre la suspensión de Rusia de su status de observador permanente en la OEA. Doble standard conceptual por decir lo menos; en principios y valores, cero.
Y, además, miope. A diferencia de la Segunda Guerra, el posicionamiento de las naciones del hemisferio frente a esta guerra tendrá consecuencias en las relaciones interamericanas. El gobierno de Estados Unidos lo ha indicado con claridad.
Ahora, en relación al hecho que la Administración Biden, anfitrión de la Cumbre de las Américas en Los Angeles, ha decidido no invitar a Venezuela, Cuba y Nicaragua, AMLO emitió criticas y amenazó con sabotear la reunión si no se los invita. A quien se invita es un derecho del dueño de casa, que en este caso tiene una justificación política y moral. AMLO no obstante acude en defensa de dichas dictaduras.
AMLO proclama la no intervención, pero interviene en asuntos internos. De Estados Unidos, esto es. No es tan solo miopía, también es mala educación. No se pide la lista de invitados como condición para confirmar asistencia a una fiesta.
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