Feminismo y Estado Constitucional

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(REUTERS/Ivan Alvarado)
(REUTERS/Ivan Alvarado)

Chile es un laboratorio único. Primero la “vía chilena”, el socialismo a través de la democracia. Luego un régimen militar que transformó radicalmente la economía y la sociedad. Seguido de la Concertación, la heterodoxa idea de “derrotar a Pinochet con la Constitución de Pinochet”, transitar hacia una democracia estable y próspera, y sostenerla durante tres décadas. Medio siglo de historia en tres frases.

El laboratorio de hoy es un feminismo que irrumpe en la política con mayor brío que en cualquier otro país del continente. Toma forma en Chile una democracia paritaria. El gabinete cuenta con 54% de ministras; la presidencia del Banco Central está en manos de una mujer; y el Ministerio de la Mujer ha sido incorporado al Comité Político del gobierno, suerte de mini-gabinete de alto nivel con sede en La Moneda. Y, además, la convención constitucional es 50 y 50.

Una vez aprobado el grueso de las normas, el texto constitucional a ser plebiscitado el 4 de septiembre expresa que “el Estado reconoce y promueve una sociedad en la que mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexogenéricas participen en condiciones de igualdad sustantiva”. Y establece que “todos los órganos colegiados del Estado, los órganos autónomos constitucionales y los órganos superiores y directivos de la Administración, así como los directorios de las empresas públicas y semipúblicas, deberán tener una composición paritaria que asegure que, al menos, el cincuenta por ciento de sus integrantes sean mujeres”.

Allí están los clásicos temas del feminismo, la fundamental idea que hombres y mujeres son iguales, que tienen los mismos derechos y que estos deben cristalizar en la política para reproducirse. Es decir, plasmarse en cuotas y representatividad hoy, para compartir el poder, anclarlo en instituciones y legislar en consecuencia. O sea, rutinizar esa igualdad hacia el futuro.

Y, sin embargo, también toma forma un sistema político disonante con la tradición republicana que se deriva de un Estado constitucional. Entre ellos, la noción de un “bicameralismo asimétrico”, a partir de reemplazar el Senado por una “Cámara de las Regiones” con objetivos difusos y competencias imprecisas; la creación de un “Consejo de Justicia” que recortaría autonomía y autoridad a los jueces; y la noción de “plurinacionalidad” posiblemente incorporado al texto, un agregado ambiguo que distorsiona la noción de ciudadanía.

Todo lo anterior preocupa en términos de separación y equilibrio de poderes y, por ende, en relación a la plena vigencia de las garantías constitucionales, requisito imprescindible en un orden político democrático. Pero ello también debería preocupar al movimiento feminista, según han subrayado académicos como Ángeles Fernández, y Elin Bjarnegård y Pär Zetterberg, pues la robustez de derechos civiles, por definición individuales y universales, es necesaria para que los propios derechos de las mujeres prosperen.

Si una constitución define derechos identitarios a expensas de derechos universales, se politiza y convierte en un proyecto ideológico, o sea, se basa en contenidos y orientaciones programáticas y no en procedimientos institucionales y reglas de juego, por definición neutrales. En cuyo caso, su duración sería tan extensa como la mayoría electoral, siempre transitoria, en el poder.

En otras palabras, un texto feminista dentro de un marco constitucional no-liberal amenaza la protección en el tiempo de los propios derechos de las mujeres. El funcionamiento del proceso democrático arroja luz en este punto.

La función central de la democracia es agregar, es decir, traducir preferencias individuales en decisiones e identidades colectivas. Votar no solo produce un gobierno, o una convención constituyente, también genera fenómenos socialmente significativos y obligatorios; es decir, con fuerza de ley. La dinámica contraria pero complementaria es tarea del propio arreglo constitucional: desagregar. O sea, preservar y fortalecer las esferas de derechos individuales simultáneamente con la existencia de las decisiones e identidades colectivas.

La democracia necesita una mayoría para existir, preciso instante en el que comienza su mayor riesgo: la tiranía de la mayoría que tanto preocupaba a Madison. Desagregar es necesario para preservar los derechos de las minorías, precisamente, volver a las preferencias individuales hasta llegar a una minoría de uno. He allí la prístina lógica de la democracia liberal. La pura agregación es el populismo. La pura desagregación, derechos individuales sin demos, es una autocracia liberal, régimen típico en la América Latina de fines del siglo XIX.

A Madison le preocupaban las pulsiones tiránicas de toda mayoría. A través de la agregación el movimiento feminista se constituye en mayoría. A través de la desagregación las mujeres protegen sus derechos individuales en el marco de un Estado Constitucional que los garantiza en el futuro. No sería inteligente que sus dirigentes pierdan de vista este punto.

Pensemos, sino, en el largo y nutrido récord de cooptación de identidades en América Latina. La historia del populismo es esa precisamente, la cooptación sucesiva o simultánea de identidades—los sindicatos, las clases urbanas informales, el campesinado y los pueblos indígenas, entre otros—transformando sus impulsos originalmente democráticos en proyectos autocráticos y despojándolos en el tiempo de los propios derechos conquistados. Sin una constitución decididamente liberal, ello bien podría volver a suceder, ahora con el feminismo.

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