La conversación ya está planteada y la pregunta central, explícitamente formulada. ¿Los crímenes cometidos por las fuerzas rusas en Ucrania alcanzan el nivel necesario para ser considerados un genocidio? Los ya cometidos y bastante bien documentados—de agresión, guerra y lesa humanidad—son graves, imprescriptibles todos. No obstante, la distinción no es trivial, en tanto el término “genocidio” reviste una carga simbólica diferente.
Por ello cuando Biden, nunca remiso a expresar sus convicciones, dijo que las fuerzas rusas estaban cometiendo “actos de genocidio”, y que Putin intentaba “borrar hasta la idea de una identidad ucraniana”, no fueron meras palabras al viento.
Zelensky se refirió a los dichos de Biden elogiosamente: “llamar a las cosas por su nombre es esencial para enfrentarse al mal”. El Kremlin respondió en el acto, acusando a Biden de intentar distorsionar los hechos, “difícilmente aceptable de parte de un presidente de los Estados Unidos”. Ambas reacciones predecibles.
Macron tomó una diplomática distancia, prefiriendo ser “cuidadoso” con la palabra por tratarse de dos pueblos “hermanos”. Irrelevante, por cierto, los serbios también eran, y son, “hermanos” de los Bosnios y de los Kosovares. El Departamento de Estado, por su parte, introdujo los matices de rigor, casi al punto de desautorizar al propio presidente. Calificó sus opiniones como “personales, no una determinación legal”, dependiendo de la evidencia determinar si los hechos ocurridos califican como genocidio.
Todo lo anterior debido a que no es solo lo simbólico. La ocurrencia de un genocidio obliga a los Estados a intervenir para detenerlo; a un mínimo para investigar y procesar a sus responsables. Ello atento a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de Naciones Unidas de diciembre de 1948. Subráyese “prevención”, vuelvo al concepto más abajo.
A pesar de un umbral legal alto, la cuestión no es cuantitativa. El genocidio no se mide en número de muertes. El crimen de genocidio requiere la deliberada intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Incluye matar, lesionar, someter, impedir los nacimientos en el seno de ese grupo (o sea, la esterilización compulsiva), así como también transferir por la fuerza a niños de ese grupo a otro grupo.
De ahí que algunos historiadores todavía duden si la hambruna de Stalin de 1932-33, el Holodomor, fue intencional o producto de la incompetencia y los factores climáticos. Las dudas de hoy son análogas, excepto que el Kremlin actual ha sido considerablemente explícito sobre sus objetivos. Los expertos legales dirigen su atención a dos elementos.
El primero es el artículo de 2021 de autoría del propio Vladimir Putin, “On the Historical Unity of Russians and Ukrainians” (Acerca de la unidad histórica de rusos y ucranianos), en el cual niega la existencia de Ucrania como nación independiente de Rusia y los ucranianos como pueblo separado del pueblo ruso.
El segundo elemento consiste en los informes sobre miles de niños ucranianos deportados a Rusia y los testimonios de 25 mujeres víctimas de múltiples violaciones. Recogidos por la prensa internacional, ellas reportan la afirmación de soldados rusos que lo harían tantas veces hasta el punto que no quieran volver a tener contacto con hombre alguno, “para evitar así que tuvieran hijos ucranianos”.
La violación como crimen de Guerra, la limpieza étnica como forma de genocidio. No fue sino hasta la creación de los Tribunales Criminales Internacionales para Yugoslavia y Rwanda en los años noventa que se produjeron avances significativos en el tema. Ambos tribunales definieron y clasificaron cómo la violencia sexual constituye un genocidio.
Bosnia fue el primer caso en que la violación sistemática y generalizada fue considerada parte integral de un genocidio, incluyendo el embarazo forzoso llevado a cabo para eliminar o disolver biológicamente un grupo étnico o religioso. Se estima que entre 30 y 50 mil mujeres fueron víctimas de dicho crimen. Nótese que el objetivo es el inverso, pero lógicamente complementario, a lo atestiguado por mujeres ucranianas: ambos persiguen la limpieza étnica.
La primera imputación especifica de una violación como acto de genocidio ocurrió en Rwanda y si bien las sentencias fueron por crímenes de guerra y crímenes atroces, no por genocidio, la jurisprudencia se amplió a partir de entonces, sistematizando el análisis de la violencia sexual como crimen no prescriptible y dejando un valioso precedente: la posibilidad de procesar por genocidio crímenes que no necesariamente causen la muerte.
La certeza jurídica es necesaria, pero el riesgo siempre es perderse en la letra chica de las definiciones y clasificaciones. El Holodomor se debate noventa años después de ocurrido. La comunidad internacional no puede permitirse algo similar hoy, ello equivaldría a incumplir el mandato de detener—y prevenir, insisto—el genocidio. Para cuando exista consenso probablemente ya haya concluido.
La Doctrina de la Responsabilidad de Proteger de 2005 existe para eso, para actuar en prevención. El problema es que actuar en base a ella requiere autorización del Consejo de Seguridad, con lo cual contiene la cláusula para desactivarse a sí misma. Como sabemos, el perpetrador de hoy tiene poder de veto.
Alguna vez Bill Clinton dijo que el principal reproche que se hacía a sí mismo es no haber actuado en Rwanda en 1994 para detener el genocidio, cuando más de medio millón de Tutsis fueron exterminados por las milicias extremistas Hutus en un lapso de tres meses. En buena parte, ello explica la posterior intervención de OTAN para detener los genocidios cometidos en Bosnia y Herzegovina, y Kosovo.
SEGUIR LEYENDO: