Perú: ante el caos, elecciones generales

Un mandatario con 76% de rechazo y un Parlamento con 79% de desaprobación, no deja otra salida, porque día que transcurre la crisis se acentúa y nos hundimos en un lodazal de insondable profundidad

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Manifestantes y miembros de sindicatos de trabajadores protestan contra el gobierno del presidente de Perú, Pedro Castillo, y el aumento de los precios de los alimentos y el combustible, en Lima, Perú, el 7 de abril de 2022. REUTERS/Daniel Becerril
Manifestantes y miembros de sindicatos de trabajadores protestan contra el gobierno del presidente de Perú, Pedro Castillo, y el aumento de los precios de los alimentos y el combustible, en Lima, Perú, el 7 de abril de 2022. REUTERS/Daniel Becerril

Hemos llegado a una situación límite que sólo puede superarse – con gran esfuerzo – si Pedro Castillo renuncia y una nueva mesa directiva convoca elecciones generales.

Un mandatario con 76% de rechazo y un Parlamento con 79% de desaprobación, no deja otra salida, porque día que transcurre la crisis se acentúa y nos hundimos en un lodazal de insondable profundidad.

Esa decisión pasa por reformas básicas, entre ellas eliminar el voto obligatorio, reelección de legisladores y terminar con el transfuguismo, disponiendo que cuando renuncie o expulsen un parlamentario de su bloque político lo reemplace el accesitario, además del nombramiento de nuevas autoridades en el Jurado Nacional de Elecciones y de la ONPE porque los actuales están deslegitimados.

Los escándalos de corrupción resultan devastadores. El nombramiento de ministros y funcionarios de baja ralea, algunos con antecedentes por delitos comunes y otros por haber formado parte del aparato senderista agravia y humilla a todos los peruanos, al igual que la voraz repartija de puestos públicos.

La torturante demora en la expedición de pasaportes, la negligencia del Ministerio de Cultura ante el derrumbe de la histórica fortaleza de Kuélap, el aumento de precios de artículos de primera necesidad y la retracción de las inversiones son algunos ejemplos de que la nave del Estado está en tránsito a encallar.

Las turbas, por su lado, siguen tomando carreteras, bloqueando el acceso de los trabajadores a sus centros mineros y extorsionando empresas, mientras la delincuencia se expande, a pesar del notable esfuerzo de la Policía Nacional que, en lugar de ser reconocida por el Gobierno, ha sido calificada como “deficiente” por el sí ineficiente premier Torres.

Y, en el plano externo, estamos ante un Gobierno introducido en los oscuros socavones del chavismo. Castillo no solo se retiró deslealmente del Grupo de Lima, que desconocía al dictador venezolano, imputandole graves violaciones a los derechos humanos, sino que reconoció a Maduro como presidente legítimo. Asimismo, ha guardado penoso silencio frente a los atropellos cometidos por la dictadura cubana, que ha encarcelado y condenado a docenas de personas a penas entre 4 y 30 años de prisión por ejercer su legítimo derecho de realizar manifestaciones pacíficas en reclamo de libertad y mejores condiciones de vida.

Sobre la barbarie fascista del tirano Daniel Ortega, que tiene recluidos a sus opositores políticos en depósitos humanos, tampoco ha levantado su voz de protesta y ha permitido que el agitador cocalero boliviano, Evo Morales, se entrometa en asuntos de competencia interna del Perú.

Un país solo puede desarrollarse cuando funcionan bien las instituciones que forman parte del estado constitucional de derecho. En el Perú no sucede. En un Tribunal Constitucional de siete miembros, seis tienen mandato vencido desde hace varios años, pero siguen emitiendo resoluciones. La Corte Suprema, integrada por 18 vocales titulares, sólo cuenta con 8 de ellos. En el Ministerio Público, de 6 magistrados supremos, únicamente 2 están en actividad. La precariedad es mayor considerando que de 3300 jueces, 1000 son interinos (30%) y de 6500 fiscales, 2600 (40%). Peor, imposible.

Víctor Vich, crítico literario y ensayista, decía que “la crisis que vive el Perú no es solo una crisis política. Es algo mucho más hondo que eso. Es mucho más grave de cómo suelen interpretarla algunos analistas entrampados en la inmediatez. Se trata de una crisis cultural que refiere al deterioro de los vínculos entre los peruanos y a la pérdida de todo sentido de vida colectiva”.

Hemos tocado fondo, sin duda, pero seguimos deslizándonos hacia más abajo. Nos envuelve la coyuntura, el tóxico día a día, la fotografía del momento, expresada en escándalos, denuncias, ataques, abusos, ineficiencias y corruptelas, cuando no en sectarismos y odios purulentos.

Bien decía la historiadora María Rostworowski que no hemos cuajado como nación porque el odio ha sido el elemento principal, el disolvente que impidió que diferentes culturas se cohesionaran en una sola nación. Ni siquiera ocurrió en el Tahuantinsuyo, un estado militarista, elitista y semiesclavista. La académica recordaba que los cañaris, Chachapoyas, Huaylas, Huancas, odiaban a los incas, para concluir que ese fue “el elemento principal, el disolvente, que impidió que las diferentes culturas se cohesionaran en una sola nación. Y ese odio persiste hasta ahora”.

Por ello – agregamos- 167 españoles conquistaron un imperio de veinte millones de personas. Sin embargo, la frustración del pueblo sobre la conducta de los gobernantes persiste y se está transformado en odio. El solo hecho que el mandatario ni siquiera cumpla su promesa de percibir una remuneración de maestro y no de presidente y reducir a la mitad los sueldos de parlamentarios y ministros, da la talla de su dimensión deontología política y representa un desprecio a un pueblo cada vez más incrédulo, frustrado, exasperado.

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