¿Qué relación tienen la invasión de Vladimir Putin a Ucrania, la cultura de la cancelación y el anarco capitalismo? Intentaré explicarlo a continuación.
Vivimos una época extraordinaria, en el sentido literal del término, porque nuestras explicaciones quedan desajustadas y eso nos permite ver la brutalidad de los desvíos a los que llevan determinadas ideas y comprobar si en realidad sirven.
El liberalismo según la versión del constitucionalismo norteamericano inició el camino de la confusión de ideas cuando la palabra misma “liberal” quedó identificada con políticas igualitaristas como la discriminación positiva provenientes de la izquierda. Eso hizo que algunos partidarios de ese pensamiento quisieran llamarse a sí mismos “libertarios” y otros “liberales clásicos”. A su vez los libertarios no querían ser confundidos con el anarquismo estilo Proudhon que aborrecía a la propiedad como un robo, así que se llamaron anarco-capitalistas. Con Rothbard creyeron encontrar la gran panacea de todos los problemas políticos postulando un mundo ideal en el que en ausencia de estado el mercado sería capaz de proveer reglas de convivencia pacífica, sistemas de seguridad y justicia, sin que hiciera falta que se monopolice el uso de la fuerza que era el gran obstáculo al progreso. Mercado quiere decir en este contexto que los acuerdos comerciales podrían por sí mismos excluir el inicio de la violencia y la conculcación de libertades, sin necesidad de arreglos políticos o de autoridades políticas.
El ejercicio de pensar en una sociedad así es interesante como especulación, pero se diferencia de cómo la libertad se ha ido ganando en la realidad histórica, que ocurrió en un proceso no tan prístino y claro, no tan coherente, sino con una mezcla de progreso y retroceso, complejización de la sociedad y comprensión parcial, en el que recién al final se lo explica con conceptos que de cualquier manera siempre necesitan alguna revisión. Esa revisión es lo que debería venir después de que una desviación del propio anarco-capitalismo llamada “paleo-liberalismo” afirma que la sociedad sin estado no sería ese ámbito pacífico donde todos convivirán por los propios incentivos económicos y que encontraría la forma de excluir a los criminales, sino el camino para las sociedades voluntarias pudieran excluir a gente que no fuera blanca y heterosexual (Hans-Herman Hoppe) o extranjeros y minorías contaminantes sobre la base de un método de purificación llamado “derecho a ofender” (bullying político). Entonces el valor ya no es la sociedad que no necesita al estado para ser pacífica y colaborativa, sino el estorbo que es para los agresores la existencia del aparato político común. Y lo de capitalismo en esa fórmula parecería actuar de manera contraria a como el capitalismo actúa en la realidad, que es removiendo barreras inútiles entre la gente y considerando a cualquier minoría un nicho a aprovechar para el comercio.
En una versión más cristiana, católica o protestante, este anarco capitalismo paleo permitiría que volviera el gobierno de la iglesia, porque unos científicos seleccionados habrían demostrado que la uniformidad religiosa es el secreto de todos los éxitos y el estado secular es un obstáculo. Por eso los católicos de este estilo no tendrían problema en rendir la cabecera de Roma y están esperando que la ortodoxia rusa se una al Vaticano, para luchar juntos contra el feminismo y los derechos LGBT, que no pueden ser como tales anarco-capitalistas, ni mucho menos paleos. Los incentivos del mercado no serían el sostén de la ausencia del estado, sino la virtud del alma.
Dado que el viejo liberalismo clásico que abandonaron hizo de la libertad religiosa y de la forma de vivir cada uno (eso que Jefferson llamaba la búsqueda de la propia felicidad), un motivo central de su lucha, nos encontraremos que la bendita sociedad sin estado sería bastante menos libre que la sociedad con estado de los liberales originales, aunque se supone que el anarco-capitalismo iría un paso más allá. Los anarcocapitalistas que todavía piensan que los incentivos conducirán a la colaboración y la tolerancia no están confrontando con estos otros que están encantados con todos los nuevos tiranos del mundo de la derecha populista, el asalto al Capitolio del 6 de enero y la invasión masculina de Vladimir Putin a Ucrania para que Europa no se haga gay. Son menos activos criticando eso que al liberalismo clásico que, muy ingenuo, sigue esperando al estado protector de derechos ¿Entonces qué es lo que ocurre acá? ¿Qué debemos aprender?
Primero voy a explicar dónde estaba yo mismo antes sobre esta cuestión. Mi primera explicación del problema seguía a Ayn Rand: reemplazar a la banda organizada que llamamos gobierno por muchas dispersas era empeorar el problema, el camino debía ser institucionalizar lo que tenemos ahora, de aquí para adelante. En una segunda etapa lo tomé como un proyecto de investigación de pasos sucesivos, que es lo que digo en el prólogo del libro “Mercado para la Libertad”. La sociedad sin estado era imaginar cómo se podría lograr la pacificación y justicia, que es el ámbito del mercado, con soluciones privadas. La tercera etapa es lo que describí al respecto en “Hágase tu voluntad” como una evolución del paralizado liberalismo clásico, como una continuidad de él, adoptando las enseñanzas de la experiencia. Entonces veremos que con YouTube y otros mecanismos del mercado, por ejemplo, se logran formas de educación disponibles para todos sin ministerio alguno que las controle, o como la tecnología puede transformarse en más eficiente que la policía, pero no nos ponemos a comparar el grado de libertad del que gozamos ahora con un cielo supuesto, para que lo conseguido hasta ahora parezca no valer nada, o valer tanto como vivir bajo la tiranía de Vladimir Putin. Esa es la trampa a la que nos lleva el idealismo de la pura maximización de la indignación. La superación de la ineficacia, incluso de la amenaza estatal, vendrían de a pasos por iniciativas imposibles de prever, y no como un golpe repentino.
Tengo problemas con llamarle liberalismo clásico al liberalismo por oposición al anarco-capitalismo, porque el liberalismo hoy no puede ser clásico. Nadie puede pensar a esta altura que establecer una constitución o declarar a los jueces independientes asegura nada, o que la cámara de los representantes se ocupará de abaratarle la vida a los contribuyentes por el mero recurso de la representación, como pensaban los liberales de hace doscientos años sin tener la experiencia que nosotros tenemos. Pero a su vez la respuesta a ese aprendizaje no puede ser, como dije antes, maximizar la imaginación sin pensar en cómo se llega, simplemente sentándose a refunfuñar. No porque sea demasiado ingenuo proceder de esa manera, sino porque el fruto que vemos: el anarco capitalismo termina considerando a las libertades conseguidas y al sistema como está la perdición en sí misma, llegándose a absurdos como la equiparación moral entre Europa y la Rusia de Putin. Los juguetones del tema están hoy pensando en la injusticia de que se prive a los rusos de las tarjetas de crédito porque las empresas privadas se retiran de ese país, y permanecen indiferentes a la masacre del tirano en Ucrania. Algunos están muy extasiados con el bitcoin y si eso los acerca al dictadorzuelo salvadoreño que es fan de la criptomoneda no parece preocuparles mucho, es parte de su anarquismo, parece, estar a favor de un matón.
Los incentivos no estarían yendo por los caminos propuestos al principio de esta propuesta, así que las premisas deben ser revisadas como diría Ayn Rand. Algo no funciona en esa teoría y, en mi opinión, es plantear un ideal puro que haga ver impuro en primer lugar lo avanzado hasta ahora. El preso que sale al patio y después consigue salir por un túnel, se pone a pensar en llegar a la luna y destruye el túnel porque no le sirvió para su sueño que ni sabe del todo si no es pura ilusión. Ese tipo de anarco capitalismo ni siquiera aprendió las lecciones más básicas del liberalismo que dice haber superado, que es que no puede imaginarse lo que hará el mercado, si no todos podríamos ser ricos y el progreso no sería producto de diez errores y un acierto casual, que es como ocurre. Por eso ponerse a especular acerca de cómo sería la justicia sin estado, si no se tiene en cuenta lo limitado de la imaginación, es menos útil que conformarse con la justicia como está. Es un salto al vacío y un error teórico.
A esta altura se preguntarán qué pitos tendrá que ver el título de este artículo con este planteo. A eso voy ahora. Es que la cultura de la cancelación tan temida y que efectivamente tiene muchos resultados injustos y arbitrarios, podría entenderse como la mejor versión de aquello que se pensó que sería un sistema de justicia sin estado. Y digo la mejor versión, porque la otra es la cultura del repudio que practica la nueva derecha populista contra todo el que dude de sus salvadores machotes, que es mucho más agresiva.
En efecto, la cultura de la cancelación es una forma de intentar hacer justicia contra manifestaciones que sus organizadores entienden ofensivas, agraviantes, persecutorias o que fomentan la criminalidad de ciertos abusos. No hay empresas de seguridad privadas haciendo esto, sino que es la simple coordinación en la red de voluntades reivindicatorias, que muchas veces poseen buenas razones, aunque no todas. Los abusos del machismo, la xenofobia y la homofobia del pasado, se han encontrado con la fuerza de los débiles organizados que resultó abrumadora y aplastante. Gente que decía cosas incómodas para ciertas personas que no tenían poder alguno, dichas desde la seguridad el amparo del prejuicio social, veía disolverse tal seguridad ante sus ojos y de repente se veían ellos siendo los rechazados. La sorpresa los llevó a la victimización.
La de la cancelación es una fuerza con poca flexibilidad y que se excede en la respuesta al ir hacia atrás a explorar cómo se manifestaban las personas en un mundo donde esas injusticias estaban naturalizadas. Pero eso no es muy distinto de la historia de la justicia formal, que ha incurrido en abusos y excesos parecidos hasta que evolucionó, encontró sus Beccaría. Si la cultura de la cancelación fuera esa forma de justicia espontánea, precisamente una que no espera nada de los gobiernos sino que se basa en sentimientos de indignación, podríamos darle una chance de evolucionar para encontrar su propia forma de moderación, sus teóricos finos. Esto si pensamos que el mercado podría superar al estado en materia de justicia, caso contrario recurramos como siempre a los arcaicos tribunales de siempre. Sin embargo, desde el proyecto de investigación que es el anarcocapitalismo se lo ha descalificado todo como la manifestación del propio demonio, tildándolo de mero ataque a la libertad de expresión, cuando tiene ahí un objeto de estudio más que interesante.
Podría ir más allá de eso y preguntarme, de una forma un tanto hegeliana, si la cultura del repudio que utiliza la nueva derecha populista no es el exceso opuesto en su intento de que la injusticia manifestada se encuentre libre de ser a su vez repudiada, y que todo eso termine sintentizándose en algo superador, pero no por una autoridad central, sino de la misma manera que lo hizo el idioma o el derecho en su origen, por la simple experiencia y pensamiento sobre los casos.
Son solo preguntas que me hago, no propuestas. Especulo con que la ineficacia y corrupción estatal sean paulatinamente reemplazadas por algo mejor. Lo cierto es que el anarco-capitalismo paleo no pudo ver formas de justicia privada que dice representar cuando apuntan a mayor tolerancia y no a mayor ofensa que es lo que ellos esperaban lograr.
A este punto me llevó el artículo de Thomas Friedman que que reprodujo ayer Infobae. La cultura de la cancelación está hoy peleando una guerra contra una potencia nuclear y le está haciendo un daño significativo. Al lado de las medidas que toman los gobiernos las empresas privadas están retirando sus operaciones de Rusia. Eso nos da una pista acerca como un orden espontáneo podría superar al poder político; y no solo supera al poder político, supera también a los liberales clásicos y a los anarco capitalistas juntos. Pero no es algo que aparece como un modelo prístino que podríamos usar para oponerlo a la realidad actual y juzgarla por no ser pura, esa trampa que llevaría a pensar que hay una equivalencia moral entre Rusia y el occidente estadounidense. Eso sería decretar la muerte del proyecto en el basurero del absurdo.