OTAN, Europa y el fin de la neutralidad

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Un hombre frente a un edificio residencial dañado en el bombardeo de ayer en la ciudad de Chernihiv, el 4 de marzo de 2022 (AFP)
Un hombre frente a un edificio residencial dañado en el bombardeo de ayer en la ciudad de Chernihiv, el 4 de marzo de 2022 (AFP)

“La guerra de Rusia contra una nación europea pone en riesgo la seguridad y el orden europeos. En este contexto de seguridad cambiante, Finlandia y Suecia van a incrementar su cooperación. Valoramos mucho la estrecha cooperación en defensa con Suecia. Nuestros países no están directamente amenazados, pero es claro que debemos evaluar la seguridad en nuestra propia región juntos, compartir nuestros análisis y profundizar nuestra cooperación. Por eso nos reunimos hoy mientras nuestros ministros de defensa están manteniendo su propia conversación. Finlandia y Suecia han decidido fortalecer su interacción con OTAN. Esto significa que tendremos mejor acceso a la coordinación, cooperación y un mayor conocimiento de la situación de seguridad”.

Son las palabras a la prensa de Sanna Marin, primera ministra de Finlandia. A su lado las corroboraba Magdalena Andersson, primera ministra de Suecia. Ocurrió al terminar la reunión de ambas este sábado 5 de marzo en Helsinki, una elocuente respuesta conjunta al explícito ultimátum previo de Rusia. La vocera de la cancillería rusa había dicho que “el ingreso de Finlandia y Suecia en OTAN, primordialmente una alianza militar, tendría serias consecuencias militares y políticas que exigirían una respuesta de nuestro país”.

Con lo cual la idea que ambos países “no están directamente amenazados”, según palabras de Marin, solo puede entenderse como uno de los habituales eufemismos del lenguaje diplomático.

Ambas naciones son formalmente neutrales—no son miembros de la Alianza Transatlántica—pero subráyese “formalmente”, pues habitan una zona gris. Ello se deriva del hecho que tienen varios acuerdos de cooperación con OTAN, iniciados cuando ambos países suscribieron el “Programa de Asociación para la Paz” en 1994. Los mismos se materializaron con el envío de tropas a operaciones militares—por ejemplo, a Kosovo, Afganistán e Irak—y se expandieron y profundizaron en el tiempo.

Para dichas naciones, el progresivo acercamiento a OTAN es consecuencia directa de la creciente vulnerabilidad de ser neutrales; especialmente desde que Putin llegó al poder en 1999. Para Finlandia, independiente de Rusia solo a partir de 1917, la “finlandización”—término de la Guerra Fría que denota una neutralidad basada en la influencia de Rusia sobre su política exterior y asuntos internos—se hizo cada vez más restrictiva.

Para Suecia, la historia de la intimidación soviética se ilustra por los frecuentes episodios de submarinos violando aguas territoriales. El expansionismo ruso bajo Putin ha acrecentado los históricos temores de la Guerra Fría. De hecho, todas las simulaciones rusas de un posible conflicto en el Mar Báltico comienzan con la toma de la estratégica isla de Gotland, de soberanía sueca.

El espacio para ser neutral como garantía de la seguridad parece ser cada vez más pequeño. Es lógico, entonces, que el consenso en favor de una membresía plena en OTAN haya crecido en dichas sociedades. Enviando ayuda militar a Ucrania, ambos gobiernos reconocen esta realidad y anulan, en los hechos, la neutralidad. Lo mismo puede decirse de las sanciones europeas a las que Suiza adhirió y reprodujo, interrumpiendo su tradición neutral que data de 1815.

Estos eventos son históricos, consecuencias no buscadas ni calculadas por Putin. Pero están forjados por las sociedades europeas saliendo a la calle a expresar su condena a esta invasión y vistiendo las ciudades con los colores de la bandera de Ucrania. Los lideres políticos y las instituciones europeas eran pura timidez y duda tan solo diez días atrás. La buena noticia es que en democracia están siempre obligados a escuchar a su gente, que son sus votantes. Si Putin esperaba una Europa pasiva y dividida, encontró en cambio, o tal vez produjo él mismo, una Europa movilizada y unida.

OTAN, por su parte, ha actuado de manera reactiva, no proactiva, en esta crisis. Actuar proactivamente no necesariamente quiere decir involucrarse en combate, también incluye desarrollar estrategias que envíen mensajes contundentes al adversario. Una potencia militar que concentra 200 mil efectivos a lo largo de una frontera, obliga a prepararse para lo peor, pero desafortunadamente los lideres europeos no lo hicieron. Corren de atrás en esta invasión.

Es sensato abogar moderación, siempre y cuando sirva para disuadir la agresión y prevenir la guerra. Ello funcionó con el liderazgo soviético durante la Guerra Fría, pero no parece estar dando resultado ahora. Occidente continúa eligiendo el apaciguamiento de Putin, con dos décadas que evidencian que ello no ha funcionado. Las ruinas de Kharkiv son las de Alepo y las de Grozny. La ocupación de Ucrania hoy es la de Georgia en 2008 y Crimea en 2014. La masacre de civiles en Ucrania es el asesinato de opositores y periodistas en Rusia.

Existen indicios que Putin podría ser imputable por el crimen de agresión agravado con crímenes de guerra y lesa humanidad. El crimen de agresión se juzgó y castigó en los tribunales de Núremberg. El crimen de guerra y el de lesa humanidad están tipificados en el Estatuto de Roma que rige la Corte Penal Internacional. Sin embargo, Jens Stoltenberg, secretario general de OTAN, continúa invocando el artículo 5, ahora para rechazar la petición de aplicar el principio de “no-flight-zone” al espacio aéreo de Ucrania. Por ello es que Zelensky solicitó que OTAN le envíe aviones de combate, tal como ya han enviado armas y municiones.

El articulo 5 se refiere al principio de defensa colectiva. Significa que un ataque contra un miembro de la alianza es considerado un ataque contra todos, en cuyo caso obliga a intervenir, al mismo tiempo que no lo autoriza en caso de un conflicto que involucre no-aliados. Sin embargo, se trata de una lectura sesgada, olvida la intervención de OTAN en la ex Yugoslavia: a partir de 1994 con acciones militares en Bosnia; en 1995 en Serbia; y entre marzo y junio de 1999, en Kosovo, incluyendo el bombardeo de Belgrado. Yugoslavia no era miembro de la Alianza.

Las acciones de OTAN de entonces fueron justificadas en términos de protección de derechos humanos y prevención del genocidio; “Nunca Más” pero de verdad. Dichas operaciones elevaron la jerarquía de la doctrina de intervención humanitaria en el derecho internacional, constituyendo un insumo fundamental en la adopción por parte de Naciones Unidas del principio de “Responsabilidad de Proteger” en 2005, criterio que se podría aplicar hoy en Ucrania.

Occidente actúa con prudencia ante la amenaza explícita de colocar el arsenal nuclear de Rusia en estado de alerta. Es razonable la cautela, pero ¿qué preparación ha llevado a cabo OTAN ante esa posibilidad? Después de todo, las fuerzas rusas han atacado con artillería la planta nuclear de Zaporizhzhia, la más grande de Europa. Los expertos coinciden en que, de haberse dañado la instalación eléctrica, ello habría causado un aumento de la temperatura tal que podría haber producido un accidente como el de Fukushima en 2011, solo que varias veces en tamaño. Ello equivaldría a la destrucción de buena parte de Europa Central.

Occidente todavía no parece haber encontrado una estrategia que funcione para terminar esta guerra y producir una reconfiguración del sistema internacional, tarea pendiente desde el final de la Guerra Fría. Ello es legítimo, en tanto sí esté claro lo que no funciona: la neutralidad—Ucrania es neutral—y el apaciguamiento de Vladimir Putin.

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