Rusia acaba de amenazar al mundo con una tercera guerra mundial, nuclear y devastadora. Mientras, sigue con el asesinato en masa de ucranianos. A ver quién se atreve a ponerle el cascabel a Vladimir Putin y lo acusa de genocidio, que eso es lo que pasa en Ucrania.
¿Qué quiere Putin? Matar a la mayor cantidad posible de ucranianos en esta primera etapa demencial de su ofensiva. Si triunfa, después llevará adelante un exterminio más selectivo y soterrado. ¿Por qué? Porque, como José Stalin hace nueve décadas, teme que el deseo de independencia, de libertad, incluso ese estado de agitación permanente, de descontento, de hartazgo que guió los ideales ucranianos y guía hoy a su heroísmo, se extienda a otras naciones del Este europeo. Y a Rusia.
Stalin temía lo mismo. Y los paralelos entre Stalin y Putin son tan notorios que parecen copiados por un mal autor de novelas de horror de una realidad de hace casi un siglo. Una Ucrania soberana, democrática, ligada a Europa, sino unida a ella, por la cultura y el comercio, es una amenaza para los intereses de los líderes rusos, sobre todo para los intereses de los millonarios que encumbraron y sostienen a Putin.
Stalin temía lo mismo, sin millonarios.
La hambruna que entre 1932 y 1934, dictada y fiscalizada por Stalin y sus secuaces, no sólo mató a cinco millones de personas, en los cálculos más leves: también aniquiló a una clase dirigente que podía conducir a aquel país de entonces hacia otros destinos. La élite ucraniana, académicos, escritores, artistas, intelectuales, líderes políticos, incluidos los campesinos más ricos y organizados, todos aquellos que podrían haber liderado el país, fueron eliminados. Y a quienes sobrevivieron, el feroz régimen estalinista les inoculó la semilla del miedo que los llevó en los años siguientes a ser prudentes, obedientes y callados.
Lo mismo persigue hoy Putin. Ese es el sentido de los misiles lanzados contra la Universidad Nacional de Járkov. Si Stalin, hace noventa años, intentó aniquilar también la cultura, el pensamiento, el idioma y hasta las tradiciones de Ucrania con su proceso de “rusificación”, después de la hambruna, Putin bombardea universidades, estudiantes incluidos, que podrían alzar de nuevo las banderas que alzaron en 2014, cuando exigieron un estado de Derecho, mayores libertades y el final de la corrupción de un gobierno pro ruso. Al igual que Stalin, Putin teme que esa semilla germine en Rusia.
Antes de la hambruna, Stalin desató una feroz campaña de propaganda contra Ucrania; agitó, con la eficacia de los líderes populistas, una grieta basada en lo que hoy podría definirse como incitación al odio: en Ucrania había “ciudadanos soviéticos ideales” y el resto era el enemigo que debía ser destruido para hacer posible el triunfo de la revolución bolchevique. Muchas de las víctimas de la hambruna fueron consideradas como “enemigos del pueblo”, lo que dio una demencial justificación moral a aquellas muertes.
Putin también esgrimió recursos parecidos antes de lanzar su invasión, y calificó al gobierno al que quiere borrar del mapa como a una pandilla de payasos, nazis, homosexuales; de nuevo, por orden del Kremlin, hay en Ucrania ciudadanos de primera, rusos leales, y ciudadanos de segunda o de tercera. Los “rusos leales” son los separatistas, la quinta columna de Putin en el este de Ucrania. El resto de los ucranianos son, hoy más que nunca, enemigos del pueblo por pretender ser ucranianos.
Stalin no quería “perder” Ucrania. Putin tampoco quiere.
En 1944, el jurista Raphael Lemkin intentó introducir el concepto jurídico de genocidio para juzgar los crímenes del Tercer Reich. Lo escucharon, el término fue usado durante los juicios de Núremberg, pero ninguno de los veredictos lo menciona. Los aliados temían a su vez ser acusados de lo mismo, aunque no por hechos de la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos pensaba en la eliminación de las naciones indias y en la esclavitud negra, que había sido abolida en 1865. Gran Bretaña pensaba en sus políticas coloniales, en especial en la India y en Sudáfrica, durante la guerra contra los Boers, los colonos de origen neerlandés. Pero quien más temía era Stalin, por la hambruna desatada en Ucrania y por las purgas de los años del llamado Terror Rojo en la Unión Soviética. Como figura legal, el genocidio fue adoptado en 1946, con la flamante ONU en funciones.
¿Cómo definía Lemkin al genocidio en 1944? “Hablando en términos generales, el genocidio no significa en rigor la destrucción inmediata de una nación, excepto cuando se la lleva a cabo a través del asesinato masivo de todos los miembros de un país. Debiera más bien comprenderse como un plan coordinado de diferentes acciones cuyo objetivo es la destrucción de las bases esenciales de la vida de grupos de ciudadanos, con el propósito de aniquilar a los grupos mismos. Los objetivos de un plan semejante serían la desintegración de las instituciones políticas y sociales, de la cultura, del lenguaje, de los sentimientos de patriotismo, de la religión y de la existencia económica de grupos nacionales, y la destrucción de la seguridad, la libertad, la salud y la dignidad personales e incluso de la vida de los individuos que pertenecen a dichos grupos. El genocidio se dirige a un grupo nacional como una entidad y las acciones involucradas se dirigen contra los individuos, no en su capacidad de individuos, sino como miembros del grupo nacional”.
Esto no fue escrito ayer, cuando los misiles de Putin caían sobre la Universidad de Jarkóv y el canciller ruso Serguei Lavrov amenazaba al mundo con una guerra “nuclear y devastadora”. No fue escrito ayer, pero refleja el drama de Ucrania y la enajenación de Putin.
Sería fantástico que un tribunal internacional empezara ya a juzgarlo. Ya, es antes de la primera atómica.
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