¿A cuántos millones de personas tiene pensado asesinar Vladimir Putin? Es el primer estadista en sesenta años en amenazar con usar armas nucleares contra otro país. El último fue Nikita Khruschev, en octubre de 1962. ¿Va a usar armas atómicas contra Ucrania? ¿Tiene pensado usar esas armas contra otra nación europea? ¿Puede atacar a Estados Unidos? ¿Va a emplear su arsenal nuclear como elemento de disuasión, de represión, de advertencia? ¿Qué piensa hacer Occidente para impedirlo? ¿Quién le para las manos al estadista convertido en criminal?
Por esos caminos fangosos transita hoy la guerra desatada por Putin contra Ucrania. Los ucranianos lo tienen claro: hicieron salir de sus tierras a mujeres y chicos y parecen dispuestos a jugarse la vida, y a perderla, en defensa de su patria, que tiene raíces en la Edad Media. ¿A quién le habló Putin cuando advirtió que, quien intente impedir la masacre anunciada, “se enfrentará a consecuencias que jamás habrán visto en su historia”, mientras ponía en alerta operativa a su arsenal atómico?Para invadir a Ucrania, Putin dijo cualquier cosa: que estaba en peligro la seguridad nacional, la de Rusia, que Ucrania había desatado un “genocidio” en Donetsz y Lugansk, hoy repúblicas independientes consagradas por Putin, o que el gobierno ucraniano estaba copado por cómicos y neonazis. Occidente aceptó sus disparates: había que aplacar al monstruo. En 1938, esa era la política de Europa con Hitler, cuando el Führer reclamaba cada vez más territorios, los Sudetes checoslovacos en ese caso. Esa política, liderada por Londres y tolerada por París, tuvo nombre y apellido: “appeasement”, apaciguamiento, en inglés. Sirvió de nada.
El “appeasement” aplicado a Putin, también sirvió de nada. Allí va una caravana de sesenta y cuatro kilómetros de tanques en fila, son muchos tanques, rumbo a Kiev, dispuesta a su martirio. No siempre apaciguar arrojas buenos resultados, si es que arroja algo bueno.
Hace sesenta y un años, en junio de 1961, el presidente de Estados Unidos, John Kennedy y el primer ministro soviético, Nikita Khruschev, se encontraron en Viena. Fue la primera y única vez que se vieron las caras. La “Ucrania” que los enfrentaba entonces era Berlín. Khruschev ansiaba una Alemania del Este independiente y el retiro de los aliados de la Berlín dividida. Kennedy, consciente de que quien dominara Berlín dominaría Europa, se negaba.
Kennedy llegó a Viena con una advertencia del presidente de Francia, Charles de Gaulle, a la que no hizo caso. En París, escala previa de su viaje a Austria, De Gaulle le había advertido a Kennedy: “Khruschev lo va a amenazar con la guerra. Si lo hace, usted se levanta y se va. Khruschev no quiere una guerra que sabe que no puede ganar”. Pero, cuando el soviético lo amenazó con la guerra, Kennedy no se levantó y se fue. Le dijo que ambos países estaban en condiciones de eliminarse. Y Khruschev, que había insistido con la guerra, lo dio vuelta todo: “Si Estados Unidos la quiere, habrá guerra, señor Presidente”. “Será un largo invierno, señor primer ministro”, le dijo Kennedy.
Los dos mentían un poco.
Al contrario de lo que sucede hoy con Rusia, el arsenal nuclear de Estados Unidos era muy superior al de la URSS. Kennedy y Khruschev lo sabían. Y lo callaban porque el secreto venía muy bien a sus intereses. La URSS figuraba como una potencia nuclear y no lo era, y Estados Unidos podía ver a la URSS como un peligroso competidor atómico, que tampoco era.
Igual, a su regreso a Washington, Kennedy preguntó cuántos americanos morirían en una guerra nuclear contra la URSS. El Pentágono le dio una cifra cercana a los ciento veinte millones de personas, casi la mitad de la población. Kennedy supo que no habría guerra y, dos meses después de Viena, la URSS levantó el muro de Berlín que, en principio, fue de alambres de púas: si Occidente protestaba, Khruschev podía dar marcha atrás. Pero Occidente, Estados Unidos y Europa, callaron.
Al año siguiente, 1962, la URSS instaló misiles atómicos de mediano y largo alcance en la Cuba comunista de Fidel Castro: apuntaban todos a Estados Unidos. Sobrevinieron entonces trece días en los que el mundo marchó al filo de una guerra nuclear. Los halcones de la Casa Blanca propusieron incluso “borrar a Cuba de la faz de la Tierra”, según las conversaciones grabadas por el propio Kennedy durante la crisis. En esas grabaciones se escucha al americano decir, respecto de Khruschev: “Quiere Berlín. Si ponemos un dedo en Cuba, se apodera de Berlín…”.
El acuerdo final al que llegaron Khruschev y Kennedy contempló la retirada de los misiles soviéticos de Cuba, y la de los misiles estadounidenses de Turquía, que apuntaban a Moscú, más el compromiso de Estados Unidos de no invadir Cuba, como había impulsado en 1961 en Bahía de Cochinos a través de un ejército mercenario. En las dos crisis, salvo un avión espía U2 derribado por los cubanos, no hubo sangre de por medio.
Putin desató una guerra que sabe que puede ganar. Allá va, a estas horas, Goliat contra David en una larga fila de blindados. Si su espejo, José Stalin, mató a millones de ucranianos por hambre e intentó “rusificar” a Ucrania, Putin está dispuesto a hacerlo por las armas y si es necesario matar a millones, para terminar con un conflicto que también es geográfico, étnico y cultural: Rusia quiere Ucrania. Y Ucrania no quiere ser rusa ni a los rusos.
La amenaza de Putin de usar su poderío nuclear parece contemplar otros escenarios. ¿Cuáles?
De Gaulle le había hecho a Kennedy una segunda advertencia, dictada por la experiencia francesa en Indochina: “Váyase de Vietnam”. Kennedy se tomó dos años. En 1963 firmó una Orden Ejecutiva que contemplaba el inicio del retiro de los “asesores militares” de Saigón y de Vietnam del Sur. Fue asesinado meses después en Dallas y la Orden Ejecutiva fue anulada por su sucesor, Lyndon Johnson.
En 1964 Khruschev fue barrido del poder por la cúpula del PC soviético. Cuando su hijo, Serguei, le reprochó cierta pasividad en aceptar su destino, Khruschev le dijo: “Hijo, tuve mucha suerte de salir con vida del Kremlin”.
¿Quién le para las manos a Putin? ¿Y a qué precio?
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