Un día como hoy, hace exactamente cinco décadas, el Presidente Richard Nixon llegaba a Beijing para entrevistarse con Mao y Chou en Lai. Un hito histórico que se proyecta hasta nuestros días.
El Air Force One aterrizó en el aeropuerto de Beijing el día 21 de febrero de 1972. A los pies de la escalerilla aguardaba Chou en Lai, el hombre que ya por entonces llevaba el día a día del gobierno chino, ya que Mao vivía en el estado de virtual reclusión que suele afectar a los emperadores de avanzada edad. Nixon y el premier se dieron la mano, un sencillo gesto cargado de significado. Dos décadas antes, en una cumbre en Ginebra, Chou había sufrido una ofensa de parte del secretario de Estado John Foster Dulles quien se negó a estrechar su mano. Chou celebró: “Su apretón de manos superó la distancia del océano más extenso del mundo, veinticinco años de incomunicación”.
Nixon estaba cumpliendo un anhelado deseo. Llegar a China era un paso fundamental que se transformaría en el mayor legado de su extensa y controvertida carrera política.
Admirador del sistema de balance de poder, Nixon había repetido su argumento central sobre el beneficio que los Estados Unidos y el mundo obtendrían atrayendo a China. Una convicción a la que había arribado en virtud de la importancia objetiva de un país de la escala de la República Popular. Al tiempo que veía en China una forma de contrabalancear el poder de la entonces ascendente Unión Soviética. La que por entonces mantenía una tirante relación con los chinos. Al extremo de colocarse al borde de la guerra apenas tres años antes.
Nixon explicaría sus convicciones el 3 de enero de ese año clave de 1972, en una entrevista publicada en la revista Time. Cuando recordó que la única época en la historia reciente en la que existió un periodo relativamente prolongado de paz y estabilidad había tenido lugar cuando funcionó un sistema de equilibrio de poder. El jefe de la Casa Blanca advirtió que “cuando una nación se vuelve infinitamente más poderosa en relación con sus potenciales opositores es cuando surge el peligro de guerra”. Nixon declaró: “Por eso creo en un mundo en el que los Estados Unidos sean poderosos. Creo que será un mundo más seguro y un mundo mejor, si tenemos fuertes y sanos a los Estados Unidos, Europa, la Unión Soviética, China, Japón, cada uno equilibrado con el otro, no actuando uno contra otro, sino en un verdadero equilibrio”.
Ya en 1967, Nixon había anticipado sus ideas en una enjundioso artículo en Foreign Affairs titulado “Asia After Vietnam”. En el que explicó que el mundo no podía permitirse que el país más poblado del mundo estuviera aislado del resto de las naciones. Y en el que había anticipado que “en el largo plazo sencillamente no podemos permitirnos dejar para siempre a China fuera de la familia de naciones, para que alimente sus fantasías, agudice sus odios y amenace a sus vecinos”. Nixon había concluido que “En este pequeño planeta, no hay lugar para que los mil millones de habitantes del pueblo potencialmente más capaz vivan en airado aislamiento”.
Quiso el destino que, al otro lado del mundo, a similares conclusiones arribara el líder de la República Popular. De acuerdo al relato de su médico Li Zhisui en su obra “The Private Life of Chairman Mao” (1994), el “Gran Timonel” le confió que buscaría acercarse a los Estados Unidos a fines de los años 60. Mao estaba convencido de que el enemigo principal de China no eran los Estados Unidos sino la Unión Soviética y que la mayor amenaza a la seguridad de Beijing no provenía de Washington sino de Moscú. Después de todo, a diferencia de los soviéticos, los norteamericanos nunca habían apetecido partes del territorio chino.
La Historia había querido que confluyeran aquellas convicciones a comienzos de los años 70.
Apenas arribados a Beijing, Nixon y su entourage fueron trasladados a una residencia reservada para visitantes en las adyacencias de la Ciudad Prohibida. Pocas horas más tarde, un funcionario local se acercó a la comitiva norteamericana para anunciar que Mao esperaba al Presidente. Junto a su asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger -quien el año anterior había realizado un viaje secreto a Beijing para explorar la apertura- Nixon mantuvo un diálogo histórico con Mao.
-”Yo voté por usted”, le dijo Mao.
-”Lo habrá hecho por el menor de los males”, bromeó Nixon.
-”Me gustan los derechistas.. soy feliz cuando ocupan el poder”, aseguró Mao. “A menudo los derechistas pueden hacer aquello que los izquierdistas solo pueden decir”.
La visita se extendería hasta el último día del mes. Nixon recorrería Beijing, Shanghai y otras localidades. Antes de emprender el regreso a Washington el Presidente celebró: “Ésta fue una semana que cambió el mundo, tal como hemos dicho en el comunicado, no es tan importante como lo que haremos en los próximos años para construir un puente sobre 16.000 millas y 22 años de hostilidades que nos han dividido en el pasado. Y lo que hemos dicho hoy es que debemos construir ese puente”.
Pocos meses más tarde Nixon realizaría su primera gira presidencial a la Unión Soviética, profundizando la política de Detente junto al secretario general Leonid Brezhnev. Procurando mantener con Moscú y Beijing una mejor relación que la que éstas pudieran tener entre sí. Acaso aplicando el criterio prudente de explorar las opciones existentes de acuerdo a la realidad de los hechos.
Un triángulo de relaciones que Kissinger describiría en su obra “On China” (2011) recordando una antigua enseñanza de Otto von Bismarck. Aquella que prescribía que en un orden mundial basado en cinco estados, era siempre deseable ser parte de un grupo de tres. Regla que, aplicada a una interacción entre tres grandes potencias, llevaba a la conclusión de que era deseable integrar un grupo de dos.
La apertura de Nixon a China fue el resultado de una política exterior creativa, audaz -pero al mismo tiempo realista- cuyos efectos se proyectan aún en nuestro presente. Una política llevada adelante por un hombre dotado de una compleja y fascinante personalidad como fue la del trigésimo séptimo Presidente de los Estados Unidos.
Aquel que el propio Kissinger describiría el año de su muerte (1994) como el presidente norteamericano poseedor de los mayores conocimientos de los asuntos internacionales. Y el que, con la única excepción de Theodore Roosevelt, había viajado tanto por el extranjero intentando, con auténtico interés, comprender las opiniones de otros gobernantes. Kissinger reconoció que si bien en el plano doméstico Nixon pudo por momento verse alterado por su ambición y su inseguridad personal, en materia de política exterior estaba dotado de facultades analíticas sobresalientes y una extraordinaria intuición geopolítica, dotes que siempre empleó en función del interés nacional de su país.
Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador argentino en Israel y Costa Rica.