Desde Bogotá me envían una entrevista de Philip Roth a Milan Kundera aparecida en Quimera, revista española de literatura. Leo que fue publicada en noviembre de 1980, traducción del original en The New York Times también publicada el 30 de noviembre de 1980 con el título “The Most Original Book of the Season”. Tengo conmigo las dos versiones, ambas digitales.
La belleza y el poder de la tecnología: acortar la distancia, encoger el tiempo. En realidad, la entrevista en cuestión no es estrictamente tal; es más bien la transcripción de dos largas conversaciones en Londres y en Connecticut, reflejo de la amistad de dos formidables autores. La gentileza del envío fue motivada por mi columna aquí de finales de enero, “De Ucrania a Venezuela: Rusia y el desorden internacional”.
Fue muy oportuno. Venezuela no es tema de conversación entre Roth y Kundera, pero Rusia es una constante en el diálogo y Ucrania aparece en lugares claves de un texto permeado por un temor tácito, por momentos convertido en fatalismo explícito. Es un Kundera en el exilio, situado melancólicamente, aunque sin añoranza, bajo el trauma de los tanques soviéticos en las calles de Praga, marcado a perpetuidad por aquella primavera que no llegó a florecer.
No era un temor imaginario. En 1980 no había ni señales de Perestroika y Glasnost. Gorbachov apenas ingresaba al Politburó ese mismo año; la caída del Muro de Berlín, ocurrida en 1989, habría sido un sueño inimaginable. Cito a Kundera: “Después de la invasión rusa de 1968, lo checos tuvieron que enfrentarse a la idea de que su país podía ser tranquilamente eliminado del mapa de Europa, de la misma manera que, en las últimas cinco décadas, cuarenta millones de ucranianos han ido desapareciendo del mundo sin que el mundo hiciera el menor caso”.
No hay mucho que agregar. Es la angustia de la disolución; literalmente, el riesgo de la desaparición de una identidad nacional. “No sé lo que el futuro deparará a mi propio país, pero estoy seguro de que los rusos harán todo lo posible para integrarlo gradualmente a su propia civilización. Nadie sabe si lo conseguirán. Pero la posibilidad existe. Y el descubrimiento súbito de que esa posibilidad existe es suficiente para que cambie todo nuestro sentido de la vida”.
Pero nótese la última frase en el párrafo, a propósito de explícito pesimismo y su premonitoria actualidad: “Hoy en día, incluso Europa me parece igualmente frágil, mortal”. Mucho más frágil y mortal hoy, agrego yo, vuelvo al punto al final del texto.
La preocupación vital de Kundera es Europa Central, pero el argumento tiene validez para Ucrania (parte de Europa Oriental), los Balcanes y los países Bálticos, con Finlandia incluido. Como documenta el “Museo de la Ocupación de Letonia” en Riga, inevitable recordarlo, de la ocupación de la Rusia Imperial a la de la Unión Soviética, luego de la Alemania nazi en la guerra, para el regreso de los soviéticos y finalmente la anexión en 1940 pasaron dos generaciones el menos.
En todos esos casos, la ocupación incluyó un proceso de “rusificación”: el desplazamiento demográfico y la imposición de la cultura y el idioma rusos. En todas las naciones Bálticas existen partidos políticos con representación parlamentaria que se definen como “rusos”, pues no hay manera más efectiva de disolver una identidad nacional que cancelar el idioma. Como bien señala Kundera, “Cuando un gran poder pretende privar a un pequeño país de su conciencia como nación, utiliza el método del olvido organizado”. El olvido del idioma está entre ellos.
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En Prisoners of Geography: Ten Maps That Explain Everything About the World., Tim Marshall explica la geopolítica por la geografía. Concretamente, el territorio y la topografía, los escollos y bendiciones que de ellos se derivan delimitan el menú de opciones de política exterior disponibles para todo Estado y, por ende, las estrategias a adoptar para garantizar su seguridad. Lúcido, el mapa es la institución política primordial.
También parsimonioso. Rusia es vulnerable en su geografía, nos dice Marshall, y así explica la historia de sus relaciones internacionales. Rusia no tiene accidentes topográficos que la protejan, montañas, desiertos o ríos que la separen de la gran planicie europea, una invitación constante a las invasiones desde el Oeste, las cuales han ocurrido con frecuencia.
Rusia tampoco tiene acceso a puertos de agua templada, nos ilustra, lo cual la ha aislado de los flujos comerciales y ha significado que su flota no pudiera competir con las de otras potencias europeas. Ello explica la anexión de Crimea, por el puerto de Sebastopol en el Mar Negro, y la presencia ininterrumpida en Siria, por la base naval de Tartus en el Mediterráneo, la cual opera desde 1971.
La geografía, entonces, impone restricciones infranqueables a las decisiones estratégicas de los líderes desde tiempos inmemoriales. Rusia es difícil de defender, lo que ha sido compensado con su permanente ofensiva hacia el Oeste. Dicha expansión está motivada por la necesidad de crear zonas de protección, una barrera a distancia del centro neurálgico, Moscú.
Las reiteradas invasiones y ocupaciones en la historia—de Ucrania, Polonia, los países bálticos y aun porciones de Finlandia—se explicaría como mecanismo de compensación de las vulnerabilidades territoriales. Durante el imperio de Pedro el Grande y Catalina la Grande, bajo el comunismo de Stalin, o con el nacionalismo de Putin, Rusia siempre atacó para defenderse. Son las reglas duras de la geografía.
Como análisis histórico es válido, pero es solo una parte de la historia. Como política exterior es inaceptable. Que la mejor defensa es un buen ataque solo tiene legitimidad en el deporte. En las relaciones internacionales siempre debe primar una buena cuota de auto-limitación y moderación (“restraint”), de otro modo es la pura anarquía y la incertidumbre, la imposibilidad de normar y construir instituciones que estabilicen el sistema internacional. Sin ellas, no sería posible comerciar, invertir o transferir tecnología, entre otras actividades globales rutinarias.
Y además no es exactamente así en el caso de Rusia, mucho menos durante el período soviético. En su nacionalismo de pasado imperial y comunista, atacar siempre ha sido para dominar, no como defensa. Esa es la lógica imperante en un Estado expansionista, de ahí que ello incluyera invadir estados pequeños y débiles, no necesariamente europeos, muchos de ellos neutrales durante la Guerra Fría, exportando su sistema totalitario, y si ello no funcionara, finlandizando, o sea, sin invadir pero controlando la política exterior en sus mínimos detalles.
Recuérdese la anexión de Crimea en 2014, consecuencia de la caída de Yanukovych, presidente de Ucrania abiertamente pro-ruso. O la invasión de Afganistán en 1979, además de 1929 y 1930, difícilmente un Estado que representara una amenaza. El mismo mapa falsifica de manera contundente el argumento acerca de la expansión como defensa: de Afganistán a Moscú hay que pasar por al menos tres repúblicas del Asia Central, soviéticas en el pasado, hoy independientes, y ello además de un largo trayecto dentro de Rusia. Allí esta la zona de protección, la defensa natural que Moscú supuestamente no tiene.
Putin dice que la crisis de Ucrania es por OTAN. Es falso, Ucrania tuvo su oportunidad en 1991 y ni siquiera logró el acceso a la Unión Europea, abandonada por la misma Europa, hay que decirlo aunque duela. Malograda aquella ocasión, no ocurrirá ahora; eso está escrito en piedra. OTAN es una excusa argumental, si fuera esa la verdadera amenaza no habría existido el control de Finlandia y las constantes muestras de hostilidad hacia Suecia, ambas naciones neutrales.
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Un lúcido texto de Ana Palacio en El Mundo de España este último sábado, “Europa sonámbula”, nos educa acerca de la maraña de confusiones y contradicciones de la política exterior europea en relación a esta crisis. Es una Europa que camina dormida, justamente, evocando aquella de vísperas de la Primera Guerra y el libro de Christopher Clark, The Sleepwalkers. El paralelo se traza en el texto de hoy: “una Unión [Europea] desunida, sin rumbo, ni voz, ni metas compartidas. Pero experta en palabrería y autoengaño. Ucrania (y nuestras respuestas desarticuladas) ha dejado en evidencia nuestra condición”.
Es tal cual. Alemania privilegia sus intereses comerciales a expensas de la seguridad continental. Niega armas a Ucrania con una excusa pueril, cuando todos saben que ello es resultado de la dependencia del país del gas ruso, equivalente a más de la mitad de sus importaciones de dicho combustible. Pues el liderazgo actual del país parece haber olvidado que la extraordinaria prosperidad económica de Alemania en la post-guerra fue posible por la seguridad de Alemania en la post-guerra, precisamente, es decir, por las tropas americanas y OTAN.
No importa qué tan lejos de Putin se haya sentado Macron en Moscú. Cuando le pidió, casi le rogó, al día siguiente tener un “diálogo sincero” redujo dicha distancia a cero. Que lo es desde 2019 cuando iniciaron otro “diálogo” para acordar una “arquitectura de seguridad” para Europa. Diálogo sincero con Putin, no puedo dejar de preguntarme qué habría dicho, y hecho, De Gaulle en similar circunstancia.
Europa es sonámbula, ciertamente, pero yo iría más allá. Europa es cómoda, holgazana e indulgente. Preocupada con una prosperidad que da por sentado, olvidando que la misma es consecuencia directa, explícita e inequívoca de la seguridad provista por OTAN, es decir, por Estados Unidos. Europa no quiere ser perturbada con problemas de eslavos, cree que el bienestar y los beneficios no se acabarán jamás.
Europa piensa en las cinco, o seis, semanas de vacaciones al año que no existen en ningún otro lugar del mundo. Ya se acerca la Pascua, hay que planear la semana de vacaciones en Mallorca o en Tailandia, lo que ocurra en Ucrania es un tema menor. Europa traiciona a sus mayores, las generaciones anteriores que con su sacrificio hicieron posible esta Europa en paz, próspera y con seguridad.
Putin sabe todo esto y por eso el mundo pende de un hilo. Esta crisis se ha convertido en una bola de nieve por la auto-indulgencia europea y, hay que decirlo, por la confusión americana después del golpe sufrido por la caída de Kabul. En ese espacio en que Occidente pierde capacidad de decisión y de acción habita la estrategia de Putin.
Es que es un Occidente paralizado. En las conferencias de prensa nuestros líderes parecen reporteros, comparten la información recibida. Cuentan lo que saben acerca de la estrategia de Putin, no cuentan lo que Occidente va a hacer para evitar la guerra, ojalá, pero en su defecto para proteger a una nación que ha manifestado su voluntad de ser Occidental, Ucrania. Es que tal vez la parálisis sea reflejo de no tener demasiada idea.
No sabemos si habrá invasión. Sea “bluff” o no, Putin ya ganó la guerra cibernética y de la desinformación. Ha instalado la idea de una suerte de guerra virtual, a tono con la época. Sin embargo, a diferencia de las reuniones de trabajo y la interacción social por zoom que hemos asimilado masivamente, la invasión rusa no será en nada virtual. A veces flota una cierta fantasía que son la misma cosa.
Con mucha razón, Ana Palacio le reclama a Europa despertarse. Agrego yo aquí: Occidente todo debe despertar. Occidente maneja equivalencias conceptuales erradas, han tomado “apaciguamiento” como sinónimo de “diplomacia”. Pues no lo son, confundir uno con el otro impide siquiera de arribar a un diagnóstico correcto. Sin el cual no es posible arribar a una estrategia adecuada. Y ello, en situaciones límite, como hoy, puede ser fatal.
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