Terminaba la rueda de prensa en la Casa Blanca. La mayoría de las preguntas eran sobre la situación en la frontera ruso-ucraniana, ya que el presidente Biden acababa de tener una conversación telefónica con líderes europeos. Hacia el final, un periodista cambió el tema sin aviso y a la distancia le lanzó: “¿considera que la inflación es un pasivo para las elecciones de mitad de término?”
Inflación y elecciones, temas sensibles. Biden se molestó, tal vez ese era el propósito de la pregunta, y respondió con ironía: “no, es un gran activo”. Pero luego agregó un insulto, quizás ignorando que su micrófono estaba abierto. El “¡qué estúpido hijo de puta!” le dio la vuelta al planeta en minutos.
Fue un exabrupto inadmisible, Biden se dio cuenta en el acto. No había pasado una hora cuando llamó al reportero para retractarse, disculpas que este aceptó con elegancia. He ahí los rituales y la liturgia de la democracia constitucional: la libertad de prensa es sagrada y los periodistas son intocables, aún cuando puedan estar equivocados.
Con su error enmendado, Biden dio una lección de civismo. Volvió sobre sus pasos, legitimó al periodista y horizontalizó la relación, y por consiguiente con la prensa en general. Pues la relación del poder con la prensa es un verdadero termómetro de la calidad de la democracia.
El punto se verifica a diario en América Latina, solo que sentido contrario. En Argentina, la periodista Cecilia Devanna interpeló a la portavoz presidencial sobre lo que todos saben, en Washington DC y en todas partes: que el viaje del presidente de Argentina a Rusia y China, y sus expresiones hostiles hacia Estados Unidos, todo mientras espera el apoyo de ese país para suscribir un acuerdo con el FMI, habían generado desagrado en el Departamento de Estado.
Desagrado y perplejidad, agrego yo, reacción frecuente en todo aquel que se refiera al tema. No obstante, la funcionaria del gobierno argentino lo negó “matando a la mensajera”. Le hizo el acostumbrado bullying a la reportera, cuestionando su profesionalismo y sus fuentes—que eran en off, desde luego—y dándole presumidas lecciones de periodismo con toda la mala educación imaginable. No dijo cuáles eran sus fuentes para rechazar la existencia del desagrado en cuestión.
Al día siguiente el propio presidente Fernández se incorporó al bullying por twitter con un RT a un usuario: “Excelente Cerruti acá explicando técnicamente porqué el periodismo mainstream argentino es una vergüenza nacional”. El presidente no habla inglés pero parece conocer la palabra “mainstream”. Por su parte, el ministro de justicia y derechos humanos, subráyese “derechos humanos”, también dio un RT.
En México, a su vez, el presidente López Obrador activó un linchamiento mediático contra el periodista Carlos Loret de Mora. Ocurrió en su programa “La Mañanera”, supuesta rueda de prensa diaria que no es más que una operación de propaganda e intimidación similar al “Aló Presidente” de Chávez, las “sabatinas” de Correa y “Con el Mazo Dando” de Diosdado Cabello.
Loret no es el primer periodista convertido en blanco del encono presidencial. Carmen Aristegui, Joaquín López-Dóriga y Pascal Beltrán del Río, entre otros, tuvieron el mismo privilegio con anterioridad. En esta ocasión el motivo es más que transparente: Loret expuso la residencia del hijo del presidente en Houston durante 2019 y 2020, un inmueble que habría pertenecido a un ejecutivo de una importante empresa contratista de Pemex. Conflicto de interés y tráfico de influencias a la ene.
El descargo de López Obrador no fue probar la inexistencia de tal colusión—la carga de la prueba siempre está con quien administra el poder y el dinero de otros—sino que consistió en una crítica ad-hominem a Carlos Loret por sus supuestos altos ingresos. También violó su privacidad al mostrar en televisión presumidos comprobantes de dichos ingresos, sin evidencia que dicha documentación hubiera sido obtenida de manera legal.
Es decir, la defensa del presidente se redujo a un ataque personal al periodista y una vulneración de sus derechos civiles. México es el país más peligroso del mundo para el ejercicio del periodismo y su presidente lo hace todavía más peligroso.
Estos abusos siempre ocurren acompañados de una degradación institucional severa, pues comprende la esfera de los derechos y garantías constitucionales. Investigar al poder no es solo un derecho del periodismo, es su obligación. Es “democracia” aquel régimen político en el cual existe la capacidad de investigar al poder sin riesgo para la integridad y la vida de quien está a cargo de dicha investigación; los periodistas.
Esa capacidad la garantiza una rama judicial independiente, solo así se limita la discrecionalidad del Estado. Y con periodistas libres para criticar, se empodera a la sociedad para hacerlo también: ello genera debate y participación. En consecuencia la prensa debe ser independiente, no tenerla casi inevitablemente termina en el ministerio de la verdad de Orwell.
De eso se trata vivir en democracia, algo que solo existe a medias en la América Latina de hoy. Dicho de otro modo, el derecho a criticar e investigar al gobierno existe en la norma, no en la práctica. Desde el poder, toda crítica es una forma de intimidación; todo insulto conlleva una amenaza. Biden lo sabe y por eso pidió disculpas. Fernández y López Obrador también lo saben y por eso lo aprovechan deliberadamente.
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