En diciembre pasado la Asociación Mundial de Juristas le otorgó a Colombia el “Premio Mundial a la Paz y la Libertad”. En nombre de su pueblo, lo recibió el Presidente Iván Duque de manos del Rey Felipe VI.
El premio no fue para el gobierno sino para la sociedad colombiana. Fue un oportuno reconocimiento a la democracia más antigua de América Latina por haber exhibido a lo largo del tiempo determinación y compromiso con los principios de la libertad y el Estado de Derecho.
Ello superando una larga lista de obstáculos en su historia: guerras civiles, guerrillas rurales, luego convertidas en terroristas y luego en narcotraficantes, violencia estructural, falta de acceso a derechos, pobreza extendida y desigualdad profunda, y en esta última década la desestabilización deliberada del régimen de Maduro.
En teoría, no son las condiciones más propicias para la democracia representativa. Es una historia de contradicciones y conflictos en una región con desigualdades materiales y en el ejercicio de la ciudadanía que se remontan al pasado. Y, sin embargo, también se destaca la robustez institucional del país. Justamente en dicho punto radica su importancia, no solo para Colombia sino para toda la región.
Dicha estabilidad se ha basado en un sistema plural de partidos con elecciones libres y justas que se llevan a cabo con la periodicidad pre-establecida. La transferencia del poder ocurre en paz, con alternancia en el poder en los términos y plazos que indica la ley. No muchos países del planeta ostentan dicho record.
Pocas naciones de nuestro hemisferio exhiben un diseño estatal con comparable atención a la norma jurídica. Su sistema de justicia es por ello denso; la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General de la Nación y la Fiscalía General de la Nación sancionan la independencia judicial. La Constitución de 1991 garantiza amplios derechos; demasiados dicen aquellos juristas partidarios de constituciones parsimoniosas.
No obstante, ha persistido en el tiempo una generalizada percepción de injusticia por parte de los grupos sociales más necesitados y vulnerables; en especial campesinos, indígenas y minorías afro. Ello significa que la vigencia del Estado de Derecho es desigual, truncada social y regionalmente. La norma constitucional, en muchos sentidos ejemplo de inclusión en América Latina, debe ser revalidada para incluir con efectividad, precisamente.
Su densa institucionalidad puede ser corregida y mejorada, no para escribir otra constitución sino para ampliar el alcance efectivo de la que existe: hacia abajo, en la estructura social, y hacia afuera, al interior de un país rural e indígena. Es decir, la institucionalidad debe ser protegida, pues la democracia descansa sobre instituciones estables con la capacidad de modificarse a sí mismas ante nuevos desafíos.
Estos temas se expresan de modo cíclico en Colombia y a veces con violencia. La agenda de reivindicaciones sociales, que son legítimas, no prosperará en el vacío institucional que propone una supuesta izquierda rupturista, heredera de la lógica guerrillera. Así ocurrió en mayo, cuando algunas voces “de izquierda” pronosticaban el colapso de la economía y las instituciones del país.
Que Cuba, Nicaragua y Venezuela sirvan de lección a quien se define de izquierda: pobreza y desigualdad, carencia de servicios esenciales y un Estado represor al mismo tiempo que ausente en sus responsabilidades para la ciudadanía es el rasgo fundamental.
La violencia policial, que existió y existe, fue caracterizada por ellos como política de Estado, y el gobierno acusado de instruir a la fuerza pública a violar los derechos humanos. Una falsedad que omite, entre tantas omisiones, la directiva de la Fiscalía reafirmando la competencia de la justicia penal ordinaria para investigar violaciones a los derechos humanos en consonancia con estándares normativos que delimitan la competencia de la justicia militar.
Es curioso, en mayo era el fin de Colombia y para diciembre se recuperó el orden público y el país termina 2021 con un alto porcentaje de la población vacunada, un crecimiento económico de dos dígitos, el desempleo en niveles anteriores a la pandemia y millones de ciudadanos recibiendo asistencia, incluidos los jóvenes en sus reclamos educativos. No parece que el fin del país esté cerca.
Y, sin embargo, toda esta institucionalidad bien podría estar en juego en mayo, cuando se vota. El problema de la izquierda, en Colombia y en buena parte de la región, no es tan solo su manera stalinista de hacer política, sus pulsiones totalitarias y sus arcaicos clichés. El mayor problema reside en sus alianzas regionales e internacionales.
Por ponerlo de otro modo: si detrás de esa “izquierda” viene la nomenclatura del PC cubano manejándolos por control remoto y Maduro financiándolos con los recursos del narcotráfico, empecemos a olvidar el sueño de un continente democrático. Las comillas porque el crimen organizado solo tiene la ideología del dinero.
Pues dicho sueño sí podría desvanecerse rápidamente dependiendo del resultado electoral de Colombia en mayo. Colombia sería el premio mayor, difícilmente pueda exagerarse la importancia estratégica para toda la región que el país resguarde su institucionalidad democrática y su diseño constitucional. Allí está el “test de Litmus” de nuestra democracia.
Y si no, alcanzaría con preguntarle a Alberto Fernández la razón por la cual aspira a la presidencia de CELAC, por cuenta de quién financia el viaje a Buenos Aires de las delegaciones de los clientes caribeños de Cuba y porqué se ha constituido en protector de Evo Morales, marioneta de La Habana según admisión propia.
Y deberíamos preguntarle también, por supuesto, a quién apoyará CELAC en la elección del 29 de mayo próximo. Es en Colombia en mayo de 2022 donde se juega casi todo.
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