Recesión, contracción o declinación democrática. Funcionan como sinónimos, es el léxico de la época. Según diversas organizaciones, el número de países “No libres” es el más alto de los últimos quince años. Lo explican, entre otros, el resurgimiento de los nacionalismos, étnico o como refrito de la teoría de la dependencia; la intransigencia identitaria, de género, raza o clase social; y la normalización de la xenofobia, en este mundo de migraciones tan masivas como inevitables.
Dichas tendencias fomentan la polarización y crean un espacio propicio para la demagogia, colisionando con las instituciones y el propio ethos de la democracia. Y ello incluso en el mundo occidental, originalmente democrático.
También intervienen variables sistémicas, es decir, de funcionamiento y reproducción del orden internacional; o del “desorden”, dependiendo de la persuasión teórica de preferencia. Los déspotas de hoy divulgan la idea que la autocracia es superior, pues asigna recursos con más eficiencia, identifica las prioridades nacionales con mayor rapidez y las puede implementar con eficacia porque el poder está centralizado.
Sorprende el súbito prestigio adquirido por el modelo chino de capitalismo de partido único. Escuchamos que es un sistema más estable y más fuerte que el capitalismo democrático, lo cual alimenta el pesimismo actual de Occidente. De hecho, vivimos en una suerte de nebulosa apocalíptica según la cual no hay nada que podamos hacer para evitar la consolidación de una nueva era del totalitarismo; como en la entre-guerra, excepto que ahora sería en un mundo sino-céntrico.
Que no es tan solo narrativa fatalista, nótense los siguientes ejemplos. China ha desarrollado un misil hipersónico, tecnología que el Pentágono aún no logra alcanzar. A partir de la pandemia, China logró la propiedad total de la producción de contenedores, logrando así un control del comercio mundial. La prensa occidental reporta con frecuencia que la telefónica Huawei funciona como instrumento de inteligencia del Estado, con actividades en China y en el exterior.
Esto revela la estrategia del nuevo hegemón: poderío militar, monopolio comercial y supremacía en el espionaje. En este contexto se diseñó y llevó a cabo la cumbre de la democracia, evento organizado por la Administración Biden al que se accedía por invitación. Una suerte de seminario para demócratas; se conversó, pero no surgieron acciones prácticas. El evento no obstante fue pensado en referencia a quien no fue invitado tanto o más que a quien sí lo fue.
China y Rusia no fueron invitadas, justamente, entre otras autocracias, pero sí fueron convocadas otras naciones no-libres—por ejemplo, Angola, Irak y la Republica Democrática del Congo—así como también llamó la atención la exclusión de naciones con mejores puntajes democráticos: Singapur, Sri Lanka y Bangladesh, entre ellas. Esto sugiere un cierto componente ad-hoc en el criterio de selección.
China, por su parte, respondió a la exclusión con un severo pronunciamiento de su cancillería—”La era en la cual Estados Unidos actuaba en el mundo de manera arbitraria bajo el pretexto de la democracia y los derechos humanos ha terminado”—y con la publicación de un documento conceptual de su Consejo de Estado—”China: una democracia que funciona”—en una vehemente defensa del sistema de partido único.
China y Rusia organizaron una suerte de contracumbre impromptu a los pocos días. Xi y Putin acordaron apoyarse mutuamente, “defendiendo la dignidad nacional y los intereses compartidos por ambos países”. La cumbre de la democracia no les resultó indiferente, pero quizás habría sido mejor invitarlos y que escuchen qué es la democracia, porqué no son tal, y qué tienen que hacer para pertenecer a dicho club.
Además, ello habría sido propicio para algo similar a aquella histórica escena cuando en la misma Puerta de Brandeburgo Reagan exhortó a Gorbachov: “Señor Gorbachov, derribe este muro”. El equivalente de hoy podría haber sido “Señor Xi, detenga el genocidio de los Uyghurs”; una oportunidad perdida.
De hecho, algo así produjeron Mario Abdo, presidente de Paraguay, y Guillermo Lasso, presidente de Ecuador en aquella cumbre de CELAC, pero especialmente memorable fue Luis Lacalle Pou, presidente de Uruguay, recitando “Patria y Vida” en la cara de Díaz-Canel. El ejemplo es relevante, pues también hay ocho países de las Américas que no fueron invitados: Bolivia, Cuba, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua y Venezuela.
Es que habría sido bueno poder decirles que detengan los crímenes de lesa humanidad; que liberen a los opositores; que dejen de usar al Poder Judicial para perseguir adversarios políticos. Y, al respecto, si hubo razones de geopolítica en el proceso de selección de participantes, genera perplejidad la ausencia de los países del Triangulo Norte, siendo que la seguridad y la inmigración es una prioridad de la Administración Biden.
Pero ello no es todo. Ortega rompió relaciones con Taiwán y las inició con China a horas de no haber sido invitado a la cumbre. Y a los pocos días de haber sido reprobados por la cumbre de la democracia, estos países celebraron una cumbre en La Habana recordando la creación de ALBA. También en América tal vez era una mejor idea invitar a todos.
Queda por verse ahora si serán invitados a la Cumbre de las Américas de junio próximo. Está claro, tener a las autocracias cerca es ofensivo, indignante. Pero tenerlas lejos es darles espacio para que sigan vulnerando los derechos de los pueblos. Y como bien dice la Carta Democrática Interamericana: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”. Ese es el compromiso cardinal, con los pueblos.
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