Farsa electoral en Nicaragua

Una ley a medida permitió en la práctica que Daniel Ortega y su híperinfluyente esposa-vicepresidente consiguieran el sueño de todo dictador: unas elecciones sin candidatos opositores

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Rosario Murillo y Daniel Ortega, el 12 de marzo pasado en una de sus pocas comparecencias virtuales. (Foto Presidencia)
Rosario Murillo y Daniel Ortega, el 12 de marzo pasado en una de sus pocas comparecencias virtuales. (Foto Presidencia)

Previsiblemente, la fórmula integrada por el matrimonio Daniel Ortega y Rosario Murillo se impuso en los comicios presidenciales nicaragüenses, permitiendo la eternización de la dictadura del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Pero lo que tuvo lugar en Nicaragua el domingo 7 no fue una elección, sino una farsa. Mientras el régimen del comandante Ortega se perpetúa en el poder, sus opositores permanecen encarcelados. De hecho, en un clima de represión, violación sistemática de los Derechos Humanos y persecuciones políticas, siete de los principales candidatos alternativos al gobierno fueron detenidos, mientras que otros se vieron forzados a partir al exilio.

Los hechos resultaron de una prerrogativa derivada de la legislación aprobada por la super-mayoría oficialista de la Asamblea Nacional el 21 de diciembre de 2020. Un conjunto de medidas draconianas que en los hechos permitieron a la dictadura encerrar a los principales candidatos opositores del país. Una ley a medida permitió en la práctica que Ortega y su híper-influyente esposa-vicepresidente consiguieran el sueño de todo dictador: unas elecciones sin candidatos opositores.

Mediante la introducción de una suerte de tipo penal en blanco, la ley dotó al jefe de Estado de la facultad de denominar “traidores a la patria” a postulantes molestos. Obviamente, de nada sirvieron las advertencias que en su día se hicieron dentro y fuera del país. Por caso, Human Rights Watch (HRW) alertó que la iniciativa del Poder Ejecutivo buscaba impedir la participación de candidatos de la oposición en las elecciones presidenciales dado que a través de utilizar términos sumamente imprecisos al definir a los “traidores a la patria” ello permite anular candidaturas inconvenientes. Ya entonces, HRW indicó que “con esta ley, hay muy pocas esperanzas, si es que alguna, de que se celebren elecciones libres y justas en Nicaragua”.

Acaso resulte importante recordar el devenir de esta triste realidad. Ortega ha estado al frente del poder durante veinticuatro de los últimos cuarenta años, a partir de la revolución que en julio de 1979 puso fin a la interminable tiranía inaugurada cuatro décadas antes por Anastasio “Tacho” Somoza García y continuada por sus hijos Luis y Anastasio “Tachito” Somoza Debayle. Por entonces Ortega parecía encarnar los ideales revolucionarios de quien se proponía acabar con las dictaduras.

Una vez más quedaría demostrado que hacer una revolución resulta a menudo más sencillo que mantenerse fiel a los principios que la motivaron. Y lejos de liberar al país, Ortega y sus acólitos reemplazaron una dictadura pro-occidental por otra socialista al modelo castrista, con la pretensión de fundar una “nueva Cuba”.

Pero Ortega fue víctima de su tiempo. A diferencia de su admirado Fidel Castro, su llegada al poder en Nicaragua coincidió con el fin de la bonanza de la era soviética. Durante los años ochenta, el experimento socialista mostraría sus mayores limitaciones y la asistencia de Moscú con la que soñaba Ortega no alcanzaría para compensar la catástrofe económica derivado de la introducción de políticas socialistas.

Las interminables peregrinaciones de Ortega a la Unión Soviética resultarían insuficientes. Acaso Managua era víctima de un juego geopolítico adverso. A partir de 1985, un acuerdo entre la Administración Reagan y el Reino de Arabia Saudita provocó un derrumbe en la cotización del petróleo que obligó al Kremlin a reducir la asistencia a sus aliados.

Fue entonces cuando, exhausto por las dificultades de una economía devastada, Ortega cometió el mayor error de su carrera política: dio elecciones libres. De pronto -confiado en su triunfo y desoyendo las advertencias de Castro- se sometió a un proceso electoral que determinó su derrota a manos de Violeta Barrios de Chamorro.

Aquel 25 de febrero de 1990 abrió cinco lustros de una débil democracia en el país. Insistentemente, Ortega procuró retornar al poder hasta conseguirlo en 2006, a través de un oportuno cambio de discurso en el que las consignas del pasado fueron dejadas de lado para dar paso a una apelación a los valores cristianos tan arraigados en América Central. El FSLN era ahora “cristinano, socialista y solidario”. Pero el retorno de Ortega al poder no hubiera sido posible de no haber mediado otras dos circunstancias fundamentales: los abundantes petrodólares del dispendioso Hugo Chávez Frías y una conveniente reforma del sistema electoral.

El que se puso en práctica a través del “pacto siniestro” entre Ortega y el ex presidente Arnoldo Alemán (1997-2002). Y que consistió en un ejercicio de oportunismo político tan eficaz como inescrupuloso. En el que el líder del Partido Liberal canjeó facilitar la rebaja del requisito constitucional para acceder a la Presidencia del 45 al 35 por ciento a cambio de no ser molestado por las causas de corrupción que lo aquejaban.

Fue así como Ortega volvió al poder. Diecisiete años fuera del gobierno le dejaron profundas enseñanzas. Dispuesto a no ceder el poder nunca más, se entregaría a la sistemática destrucción de una y cada una de las instituciones republicanas del país. Hasta alcanzar la realidad actual en la que la democracia nicaragüense es una mera ilusión.

Aprendí a querer a los nicaragüenses durante los años en que viví en Costa Rica, cuando me desempeñé como embajador argentino durante el gobierno del Presidente Mauricio Macri. Oportunidad que me permitió conocer a muchos de los cientos de miles de hombres y mujeres de ese abnegado pueblo que habitan en su vecino democrático del sur aportando su laboriosidad y su profunda vocación de progreso. Tuve ocasión de recorrer buena parte de su territorio y conocer de primera mano a esa población sacrificada, a menudo víctima de una historia sangrienta. Aquella que en los dos últimos siglos atravesó la independencia, a William Walker, las intervenciones extranjeras, la interminable dinastía somocista, la revolución del 79, la instalación de un régimen comunista a la cubana, el breve interregno democrático y la vuelta de Ortega, esta vez decidido a imponer el socialismo en una sola familia. En honor a ellos creo fundamental alzar la voz alertando las graves violaciones a la dignidad de ese pueblo.

Las “elecciones” tienen lugar pocos días después de que se conociera el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del pasado 25 de octubre que consigna el fenómeno de “concentración del poder político y el consecuente debilitamiento del Estado de Derecho en Nicaragua”. Reporte que indica que en el transcurso del año 2021, se han documentado “persecuciones, amenazas, agresiones, detenciones arbitrarias, ataques contra personas defensoras de derechos humanos, opositores, periodistas, comunidades de la Costa Atlántica, así como el continuo cierre de espacios democráticos”.

Frente a tan burdos atropellos a la democracia y las más mínimas formas republicanas en Nicaragua, los gobiernos democráticos de las Américas han alzado su voz exigiendo el regreso al cauce institucional en ese país.

Por el contrario, otros países optaron por el aval a la dictadura sandinista. Tristemente es el caso del gobierno argentino, que desde hace casi dos años optó por el silencio ante la violación sistemática de los Derechos Humanos en Cuba, Venezuela y Nicaragua, menoscabando el prestigio acumulado en la materia por nuestro país desde la recuperación democrática en 1983.

*Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador argentino en Israel y Costa Rica.

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