“No es un secreto que la COP26 es un fracaso”, sentenció la activista sueca Greta Thunberg junto a miles de jóvenes que protestaban en las calles de Glasgow. Aún cuando resta otra semana de reuniones, la crítica se debe a que los países asistentes se niegan a emprender acciones climáticas drásticas.
Antes de comenzar la conferencia se había anunciado la formación de grandes coaliciones para reducir el consumo de combustibles fósiles, disminuir la emisión de gases de efecto invernadero y acelerar la transición hacia energías limpias. El problema es que no hubo un calendario definido, con lo cual todo parece haberse reducido a un ejercicio retórico. “Nuestros líderes no están liderando”, les sermoneó Thunberg como acostumbra.
Y tiene mucha razón, si bien por razones diferentes. En realidad, los jóvenes que luchan contra el calentamiento global se dirigen a interlocutores de segundo orden de importancia. Es decir, quien debía escuchar sus reclamos es el país más renuente a reducir emisiones, pero no estaba allí presente. En todo caso si los líderes no lideran ello también es resultado de su incapacidad de traer al mayor contaminante del planeta a la cumbre siquiera a escuchar, mucho menos a negociar.
Me refiero a China. En 2019, los cinco países de mayor contaminación fueron responsables por el 60% de las emisiones globales. China generó ese año la misma cantidad de CO2 que los siguientes cuatro países juntos, Estados Unidos, India, Rusia y Japón. A propósito, Rusia tampoco asistió a Glasgow.
Para ilustrar las proporciones, tómense tres ejemplos. China Baowu, la acería más grande del mundo, emitió el año pasado mas CO2 que Pakistán. Durante el mismo periodo, el gigante Sinopec, China Petroleum & Chemical, contribuyó al calentamiento global más que Canadá y España juntos. SAIC Motor Corporation, la empresa de fabricación de automóviles más grande de China, emite tanto CO2 como Argentina.
Dichas compañías, comparables a países enteros, reportan una fracción de lo que en realidad contaminan y cuentan con el patrocinio del gobierno para ello, son empresas de propiedad estatal. Hoy sabemos más sobre ellas gracias a un exhaustivo estudio de Bloomberg News publicado recientemente.
El grueso de la energía que consume el sector industrial proviene de plantas de carbón, tecnología que, según comunicaciones oficiales, comenzará a ser sustituida en 2026 pero que hoy se encuentra en expansión. De hecho, las emisiones por combustión de carbón crecieron un 40% entre 2012 y 2020, y han seguido creciendo en 2021 impulsadas por la recuperación económica post-pandemia.
Ello en la industria. En agricultura, a su vez, el panorama no es mejor. Debido a la creciente demanda en virtud de la rápida mecanización de la producción, el uso de energía emite hoy mas CO2 que los fertilizantes. Ello además del metano producido por el ganado bovino y el porcino, gas de efecto invernadero 20 veces más potente que el CO2. China crio en 2020 más de dos tercios de los porcinos para consumo humano del mundo.
En este sentido, la opacidad de China en relación al calentamiento global es consistente con su política exterior en general. China es un “bully” que hace trampa, esa es su estrategia. En comercio manipula el tipo de cambio, viola derechos de propiedad intelectual y sus regulaciones laboral y medioambiental son sub-óptimas por decir lo menos. Así obtiene ventajas indebidas, quebrantando las normas de reciprocidad que gobiernan el régimen de comercio internacional.
En salud pública global otro tanto. Nunca se aclararon los puntos oscuros acerca del origen del virus de COVID-19, ni la colusión con la Organización Mundial de la Salud. Tampoco porqué los vuelos entre Wuhan y otras ciudades chinas se habían interrumpido mientras los vuelos internacionales continuaban. La pandemia se propagó a Europa desde Bérgamo, en la Lombardía, mientras disminuía en China. Y por supuesto, su solidaridad llegó al poco tiempo en forma de oportunas vacunas.
China reproduce incentivos para no cooperar, su auto-percepción de potencia hegemónica presenta innumerables desafíos para Occidente. La Guerra Fría ocurrió en Occidente, en Europa, estando signada por un conflicto ideológico intrínsecamente europeo. Contaba con mecanismos de decisión colectivos en ambos bloques, anclados en normas, pactos y tratados que ofrecían reaseguros. En definitiva, terminó siendo el periodo más prolongado de paz europea en la historia.
Esta nueva Guerra Fría exhibe características de conflicto civilizatorio, a la Huntington aunque más intenso e incierto que en “Choque de Civilizaciones”. Hoy no existe un manual de instrucciones claras, de ahí que los líderes occidentales se vean entre confundidos y timoratos. Biden esbozó un tímido “China cometió un gran error faltando a COP26″. Pero no se trata de errores, el politburó tampoco lo ve así.
China desconfía de Occidente, de ahí su comportamiento no-cooperativo. El dilema es que la cooperación es necesaria para cumplir la meta de 1.5 grados Celsius, cooperación para la cual las democracias están mejor preparada por normas básicas de funcionamiento y valores compartidos: rendición de cuentas e instituciones con capacidad de sancionar conductas oportunistas, o sea, a aquellos que buscan obtener los beneficios de la acción colectiva contra el cambio climático sin incurrir en los costos.
En definitiva, la democracia contamina menos que la autocracia. Para prevenir el calentamiento se requieren instituciones que el principal contaminante del planeta no tiene y rechaza. La agenda medioambientalista debería concentrar su artillería argumental allí. El problema no está en Occidente ni en el “norte global”, concepto viejo pero caro a los adolescentes verdes de hoy. El problema está en el Este.
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