Colin Powell y el cristal roto

El joven Powell creció bajo la constante mirada protectora de su padre y la tierna dirección de una madre que supo inculcarle el valor de la objetividad y de la mesura

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Norman H. Schwarzkopf, entonces Comandante en Jefe, junto a Colin Powell durante la Guerra del Golfo en 1991 (Foto: Reuters)
Norman H. Schwarzkopf, entonces Comandante en Jefe, junto a Colin Powell durante la Guerra del Golfo en 1991 (Foto: Reuters)

Colin Powell ha ingresado en la dimensión de los héroes tan discretamente como ascendió a la fama. Su temple y visión del mundo se forjaron en Brooklyn en un hogar de inmigrantes de Jamaica que además de ser unos trabajadores insignes tenían como afición la lectura y las artes. El joven Powell creció bajo la constante mirada protectora de su padre y la tierna dirección de una madre que supo inculcarle el valor de la objetividad y de la mesura.

Gracias a estas virtudes y a su indudable talento logístico subió como espuma en los rangos del ejército de los Estados Unidos hasta llegar a ser el Jefe del Estado Mayor en la cúspide de la competencia bipolar que marcó el devenir mundial desde la Segunda Guerra Mundial. La profundidad de sus conocimientos logísticos le llevó a cubrir dos tours de servicio en Vietnam de los que retornó sano y salvo y con condecoraciones por su destacado servicio.

En su carrera tuvo dos pasiones: el servicio público y la aplicación de la tecnología a la facilitación de procesos para mejorar los servicios del Estado. A su modo de ver, el servicio público era la manera que tienen los ciudadanos de devolver a la patria los bienes invertidos en ellos. De allí que el servicio público tenía que basarse en las virtudes de la honestidad, la eficiencia y la dedicación. Y desde luego él fue paradigma de la práctica de todas ellas.

La práctica constante de esas virtudes le llevó a hablarle al poder con la verdad. Sus superiores, por lo tanto, se beneficiaron de criterios profesionales basados en la mejor información posible y la mayor visión de conjunto. En algunos casos fue escuchado. En otros no. Y en los que fue desoído los desenlaces fueron tristes.

Sin embargo, lejos de regodearse con el fracaso de quienes lo desoyeron, Powell se dedicó a reconstruir el proceso de toma de decisiones para que se identificaran las fallas y no se repitieran. Y quizás ese sea su mejor legado y la fuente de inspiración de la doctrina Powell. Ella indica que los dirigentes deben asumir los costos de sus decisiones. Estos costos incluyen el fracaso que Powell describe como un cristal que se rompe por accidente en una tienda. Una vez roto, el responsable es el dueño de esa pieza inservible y debe decidir qué hacer con ella porque se convierte en su propiedad.

Esta doctrina formulada para decisiones de alta política internacional debería aplicarse a las decisiones sobre políticas públicas domésticas, sobre todo al Sur del Río Bravo donde la señora impunidad reina. En el momento que se aplique la Doctrina Powell y se obligue a nuestros dirigentes políticos a tomar responsabilidad por su conducta pública, quizás dejaremos de tener economías destruidas; pobreza creciente; educación deficiente y servicios de salud inexistentes para el común de los ciudadanos.

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