A veinte años de firmada la Carta Democrática Interamericana de la OEA aquel 11 de septiembre de 2001, se han multiplicado en este mes los foros para debatir el tema. El día 30 participé en el que organizó el Inter-American Institute for Democracy en Miami.
“La Carta” fue concebida como un instrumento jurídico y diplomático para prevenir rupturas del orden democrático, ya sea producto del tradicional golpe militar o bien bajo presidentes que, llegados al poder por el voto, una vez allí intentaran vulnerar la legalidad constitucional. Se firmó en Lima, precisamente, porque el caso de texto fue el Perú de Fujimori. Recordemos esa historia.
En abril de 1992, Fujimori disolvió el Congreso, suspendió la constitución y avasalló al poder judicial, removiendo más de una centena de jueces y fiscales, y poniéndole nombre propio al término “autogolpe”. Luego convocó a una convención constituyente, aprobando una nueva Carta Fundamental en octubre de 1993 en un referéndum de dudosa transparencia. Un verdadero traje a la medida, se postuló a un nuevo período en 1995, pues la constitución de 1979, vigente hasta entonces, no autorizaba la reelección inmediata.
El menú completo: golpe judicial y golpe parlamentario desde adentro instrumentado por un presidente legítimamente electo, seguido de una nueva constitución con reelección inmediata si no luego indefinida, o sea, perpetuación. Todo ello con las resultantes violaciones de derechos humanos; las masacres de La Cantuta y Barrios Altos entre las más notorias. ¿Suena conocido? Fujimori fue pionero de lo que hoy vemos reproducirse en diversas latitudes de nuestro continente.
La OEA denunció el golpe, reclamando el retorno a la legalidad democrática. Brasil, Costa Rica y Argentina retiraron sus respectivos embajadores. Este último y Chile solicitaron la suspensión de Perú de la OEA; Panamá y Venezuela rompieron relaciones diplomáticas; el expresidente Alan García se exilió en Colombia.
El proceso de preparación de la Carta fue gradual. Primero la Mesa de Diálogo en Lima, luego la Declaración de Québec en la Cumbre de las Américas de abril de 2001, el borrador de la Carta en la Asamblea General de San José en mayo, y su redacción final y aprobación en Lima en septiembre. El multilateralismo regional actuó en defensa de la democracia.
Recuerdo cuando en 2016 escuché a Luis Almagro referirse a la Carta Democrática como “La Constitución de las Américas”. Me pareció una analogía efectiva, para darme cuenta con el tiempo que la frase es mucho más que una metáfora. Se trata de un tratado firmado libre y voluntariamente por todas las naciones del hemisferio excepto Cuba, es decir, un compromiso que las obliga política y jurídicamente.
En su artículo primero la Carta dice que “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”. Nótese, el pueblo aparece como sujeto de Derecho Internacional, por lo general un orden normativo entre Estados. En la tradición constitucional americana, buena parte de la cual ha impregnado el constitucionalismo latinoamericano, podríamos decir que es una suerte de “We, the people” para todas las Américas.
En su artículo 3 la Carta define qué es exactamente la democracia: “Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.
La democracia está definida como un método para llegar al poder que, a su vez, especifica cómo debe ejercerse ese poder. Nótese, en este sentido, que la “democracia representativa” de la que habla la Carta no es otra cosa que una democracia liberal. No es democracia “participativa”, “radical”, “plebiscitaria” ni ningún otro adjetivo agregado al sustantivo “democracia”, truco semántico con el que se maquilla una concepción autoritaria de la política que termina inevitablemente en autocracia. Y los sistemas de partido único no son democracias.
Es que la democracia representativa es tal en tanto se aferre a los principios del constitucionalismo liberal, una forma de Estado en el que el poder público está dividido y limitado por normas relativamente estables. Al ensamblar todos estos elementos en un mismo párrafo, el artículo 3 subraya que solo así es posible proteger los derechos fundamentales de las personas; o sea, que solo así los derechos humanos tendrán vigencia. Por diseño de origen, entonces, la democracia liberal es el único tipo de orden político capaz de garantizar los derechos humanos.
Es pertinente agregar que los derechos humanos descansan sobre una serie de convenciones, pactos y tratados internacionales; es decir, un conjunto de obligaciones entre Estados. La institucionalidad de los derechos humanos es, por ello, de jurisdicción universal, en este caso hemisférica. Primero porque los crímenes y violaciones masivas constituyen una amenaza para la paz y la seguridad internacional. Y segundo porque es improbable que un Estado que implementa una deliberada política de abusos se juzgue a sí mismo.
Todo lo cual supone una delegación de los Estados en las entidades supranacionales que protegen los derechos humanos. De este modo, los acuerdos en la materia implican una cierta abdicación de la soberanía, una parte de la cual es transferida a la comunidad internacional. Y, como en cualquier otro régimen internacional, en derechos humanos el principio de reciprocidad es fundante. La estabilidad—un bien público indispensable—se deriva de una normatividad compartida cuya garantía reside en la fiscalización mutua.
Los Estados tienen por ello incentivos racionales para ceder una porción de su soberanía, es decir, para aceptar la universalidad de la jurisdicción. Las nociones de no-intervención y no-injerencia son típicamente invocadas por Estados, regímenes y gobiernos que violan los derechos humanos, y que buscan justificarse con una concepción arcaica de la soberanía, aquella que supone que un gobierno puede actuar a voluntad dentro de sus fronteras.
Pues no es así, no estamos en 1648. Los Estados tienen compromisos internacionales que deben honrar. Con estas premisas cristaliza el derecho interamericano y se consolida el sistema interamericano en un continuo normativo y político marcado por tres hitos: la Carta de la OEA de 1948, la Convención Americana de Derechos Humanos de 1978 y la Carta Democrática de 2001.
Todo lo cual subraya el carácter vinculante de dicho ordenamiento. Primero porque, como documento constitutivo, la Carta ofrece mediaciones en contextos de crisis, prevé intervenciones en caso de alteraciones constitucionales y estipula sanciones a los transgresores en caso de ruptura. Todo ello contenido en el capítulo 4, artículos 17-22. En segundo lugar, es vinculante por estar reconocida y aún incorporada en las leyes y la propia arquitectura constitucional de muchos Estados-parte.
Hoy no obstante se cuestiona la validez de la Carta Democrática en función del aumento de los transgresores, o sea, del número de países que se deslizan hacia el autoritarismo, naciones gobernadas por verdaderos Fujimoris del siglo XXI. Con ello se infiere que la OEA estaría en crisis y que la Carta Democrática debe modificarse u obviarse, un razonamiento circular en el que ambos términos se explican mutuamente.
Es decir, una falacia. Es un absurdo comparable a objetar, tal vez eliminar, el código penal debido al aumento del delito. Es que suprimir la norma siempre está en el interés de los infractores, sean estos dictadores o delincuentes, o ambos a la vez en el caso de las dictaduras criminales de hoy. Pensemos en la alternativa. Después de la cumbre de CELAC del mes pasado es fácil imaginar el multilateralismo hemisférico que se propone como sustituto de la OEA y la Carta Democrática Interamericana.
Más vale que se preserve el ordenamiento jurídico existente, que no es perfecto pero es democrático y en favor de los derechos humanos. Eso si queremos tener democracia por los próximos veinte años.
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