Al servicio de Dios. Esta pequeña oración señala al último escalafón al que debe lealtad toda la estructura eclesiástica con asiento en el Vaticano, y cada Iglesia católica, aunque se encuentre en los remotos pagos de un barrio olvidado por la justicia.
A menudo misteriosa, la diplomacia vaticana no está sujeta a los tiempos terrenales, es por lo general lenta pero también sumamente efectiva. Es su carácter universal el que demanda una visión de conjunto sobre los asuntos internacionales. La sacralidad de sus actos no implica que no estén dirigidos al cumplimiento de objetivos políticos; ingenuos seríamos si quitásemos la política de los asuntos vaticanos, teniendo en cuenta que el sillón de San Pedro lo ocupa hoy un jesuita. Sin embargo, aquí “lo político” no refiere a la mundanidad partidaria, a menudo antitética de los principios que rige el comportamiento religioso. Lo “político” está definido en términos pragmáticos, como la conducción de las voluntades transformadoras que buscan revertir circunstancias opresivas e injustas pero que no pueden hacerlo por sí mismas.
En julio, la teóloga argentina Emilce Cuda y el filósofo mexicano Rodrigo Guerra López fueron designados como autoridades laicas al frente de la Comisión Pontificia para América Latina. Ambos con enorme trayectoria académica y cercanos a las problemáticas sociales que aquejan a los países de la región, son los encargados de las relaciones con las Conferencias Episcopales latinoamericanas, e intermediarios entre el Papa y las distintas instituciones católicas internacionales. Aquí la jerarquía determina roles en el tránsito que abarca desde el diseño de la política vaticana hacia la región, hasta la puesta en práctica de ese plan divino, ocupando las Conferencias Episcopales el lugar de vasos comunicantes con las iglesias locales. Desde Roma hasta la pequeña capilla en un centro urbano, en un barrio vulnerable, o en medio de la selva.
La pregunta es ¿por qué las designaciones en este momento? ¿Qué pasa en América Latina que el Vaticano interpreta que son necesarios algunos cambios?
Los interrogantes apuntan a dos aspectos de un mismo asunto. Por un lado, a la situación social en la región, plagada de reclamos volcados en forma de protestas a menudo violentas; y por el otro, al rol organizador de las iglesias, con potencial de aunar intenciones de cambio que requieren ser canalizadas a través del mejor medio disponible hasta el momento, la política.
Si repasamos los últimos eventos internacionales de importancia en América Latina, vemos que han proliferado las protestas callejeras. Manifestaciones en Cuba en julio, enfrentamientos violentos en Colombia en abril, reclamos por la salud pública en Brasil y Argentina, imputaciones judiciales a funcionarios peruanos de un flamante gobierno. Todo en pocos meses. A pesar de las diferencias de cada caso, la observación nos muestra tres cosas en común. Primero, que en todas las circunstancias los reclamos apuntan a problemas estructurales de los países de Latinoamérica; pobreza, déficit educativo, desempleo, ineficiente sistema de salud, inequidad de acceso a la justicia, desigual distribución de la riqueza. Segundo, que las protestas son protagonizadas mayormente por jóvenes. Tercero, a pesar de la virulencia de su expresión, los reclamos han quedado en la nada. El resultado son masas amorfas de jóvenes con esperanzas rotas. Como dice Al Pacino en Perfume de Mujer “no hay nada como un espíritu amputado”, mientras defiende a un joven de un delito que no cometió frente a un tribunal escolar cuyo valor de justicia está tergiversado, y se vanagloria de pertenecer a una institución productora de líderes.
Pocos podrían negar la justicia de los reclamos que se oyen, menos aún un Papa que se ha mantenido en las periferias. Solo aquel que mira desde los límites puede observar con claridad el todo. Solo aquel que vive la angustia de los que sufren, puede empatizar con la voz de los que solicitan. El pensamiento de la periferia no es el culto a la pobreza, como muchos han querido sembrar. Es el diagnóstico pragmático de aquel que observa su situación en un contexto más grande. Por lo general, solo podemos pensar el todo si no formamos parte de él. Es que resulta difícil estudiarse a uno mismo científicamente. Hoy la periferia no es “¿Dónde?”, sino “¿Quién?”. Hoy los de la periferia son los jóvenes, que detectan que su futuro tiene sentencia de muerte si no empujan ciertos cambios; agotados por la imposibilidad de insertarse en el mercado laboral, de no poder pagar sus alquileres y estudios, la lista sigue.
Desde el Palacio Apostólico se reconoce la necesidad urgente de hacer algo al respecto. El “¿Cómo?” lo encontramos en la metodología de trabajo propiamente jesuítica. El esfuerzo en el nivel local, de la comunidad, es la manera de comenzar a generar cambios. Requiere la preparación intelectual y moral de las personas, que decante en la comprensión de que solamente a través del esfuerzo conjunto, y por medios de participación legítimos se podrán transformar los reclamos en realidades. El clérigo, en su función de pastor, es el punto más pequeño de energía organizativa en la cotidianeidad.
Los roles de Emilce Cuda y Rodrigo Guerra López son fundamentales para lo que hemos dicho hasta aquí. La verticalidad jesuítica es imprescindible para que el diagnóstico se transforme en un plan de acción, que luego se hará operativo en la medida en que descendemos de jerarquía. La diplomacia vaticana no sigue los tiempos de los seres humanos, pero sí mira al ser humano en su tiempo para saber cuándo actuar.
Prof. Licenciado Federico G. Dall’Ongaro.
Docente del Centro de Estudios de Política Internacional y Estrategia, Escuela de Relaciones Internacionales, Universidad del Salvador
Seguí leyendo